Javier Delgado - Campillo de Dueñas

Campillanos.com
Title
Vaya al Contenido

Campillanos.com
Javier Delgado

Soy campillano de nacimiento. Mis padres fueron maestros de Campillo. Mi madre (Dª Natividad Calvo) lo fue casi ininterrumpidamente (excepto dos años que ejerció en La Yunta, del 44 al 46) desde el año 1935 hasta el año 1962. Mi padre (D. Mariano Delgado) fue maestro de La Yunta desde el año 1935 hasta el año 1946 y de Campillo desde el año 1946 hasta el año 1962. En Campillo nacimos todos mis hermanos, menos Andrés, que nació en La Yunta. En Campillo están enterradas dos de mis hermanas: Soledad y Socorro. En Campillo viví, desde que vine al mundo hasta los diecisiete años. Antes de cumplirlos, estando aún en Campillo, surgió mi primer amor, que, como suele suceder en los pueblos, sólo unos pocos conocían. Entre los que lo sabían estaba mi amigo del alma Lorenzo Heredia  q. e. p. d. Luego empecé a faltar, de nuestro querido pueblo, cada vez  por espacios de tiempo más prolongados. Desde los 20 a los 27  viví  en Madrid, y, a partir de los 27,  en  América, concretamente  en el Perú. Allí estuve 15 años. Volví a España en 1982, me afinqué en Valencia y aquí sigo.
 
Conozco  bastantes países. He paseado el nombre de nuestro pueblo por distintas partes del mundo. Siempre con el noble orgullo que conlleva la pertenencia a la patria chica. Mi costumbre ha sido “presumir” de campillano. Por ejemplo, si he sido preguntado por mi origen o procedencia, he antepuesto el nombre de Campillo a todos los otros posibles. Me explico: Ante la pregunta “¿De dónde eres?”, mi respuesta siempre ha sido rotunda, sin rodeos, ni timideces: “De Campillo de Dueñas”. No he respondido “De España”, ni “De Guadalajara”, ni “De Molina de Aragón”. No, no. La respuesta siempre ha sido “DE CAMPILLO DE DUEÑAS”. Esa manera de contestar tiene la virtud de picar la curiosidad del preguntón, que generalmente vuelve a preguntar “¿Y dónde queda ese pueblo?”. Lo que me da a mí la oportunidad de hablar un poco más extensamente de Campillo...
 
En Campillo viví, mi infancia y primera juventud. Allí, me bautizó D. Honorio Tarancón. Allí asistí a la escuela.  Allí jugué, con todas mis energías infantiles, que eran muchas, a todos los juegos que se practicaban, variados apasionantes: el Marro, la Dola, (Dola y media p’al que quiera), el Chirri Media Manga, Manga Entera (Mangotero), Ladrones y Policías,(...Vale desde La Nevera hasta el Castillo) el Tango, el Tanguillo, la Tanga, los Cuartetes, ¡la Estornija!, el Frendis, el Guá, “Uvas traigo a vender, Jugalatero Real…”, el Corro de la Patata, la Comba (más para chicas que para chicos)… Seguro que muchos más se quedan en el tintero.
 
Hacíamos trabucos de sauco, que tiraban balas de estopa. Sabíamos hacer las pelotas para jugar en el frontón (enormes los partidos y buenísimos los jugadores de pelota en los domingos y las fiestas) y forrarlas de piel de perro o de otros animales, cosa que era un arte. Antes de que volaran los cohetes espaciales, ya sabíamos nosotros lanzar al aire (¡cuidado!.. al espacio) un bote de tomate vacío, con un poco de carburo que nos daban algunos de los tres herreros que llegó a haber en Campillo (era todo un arte fabricar aquellos “cohetes”, que como eran peligrosos llegaron a estar prohibidos).  Siendo un poco más mayor aprendí a tirar a la Barra. ¡Qué buenas partidas de Barra se jugaban en el tramo que iba desde el Lavadero, hasta el Puente! En la barra destacaban Elías, Eusebio, Feliciano, Segundo, Gerardo… y otros de los que recuerdo su cara pero he perdido su nombre, que me perdonen.
 
Aunque  la vida me fue alejando de mis raíces, poniendo miles de kilómetros de por medio entre mi lugar de residencia y mi lugar de nacimiento, no pudo disminuir, ni en un ápice, (al contrario fue en aumento) la morriña que siempre he sentido al recordar los parajes campillanos, recorridos tantas veces acompañando a algún agricultor, o buscando setas o nidos:  El Aguachar,  El Pradejón,  La Serrana, Vallejo Rodrigo, El Acirate, El Toconar, El Salobral, Llano del Mar, Cerro de la Cabeza, La Vega, Prado Marojal, Valdemaria (más bonito me resulta Val de María), Los Rebollejos, Cerro Santo, Arroyo Santo,  y tantos y tantos otros…Los Casares, El Tomillar, El Villarejo, La Tejera, La Tejería, Las Fuentezuelas… un mundo de sitios, todos tan entrañables.
 
Recuerdo una pequeña presa que había en la Rambla. La había hecho el  tío Silvestre, para regar su huerta. Nosotros le llamábamos el “Mar Muerto”, porque era alargada. Allí, con tan escasas aguas como tenia, medio aprendíamos a nadar.  Algunas veces nos “pillaba” el dueño y como estábamos completamente desnudos no podíamos salir corriendo. ¡Qué situación! Lo malo era que luego se lo contaran a nuestros padres.  Aquella rambla ¡tenía peces!, que para un sitio como Campillo, tan lejos del mar, (¿Cómo sería el mar? Nos preguntábamos) eran toda una atracción. Hasta que no nos hacíamos un poco mayores no  podíamos ir solos a la Laguna Honda, que tenía tencas, y esos (los de la rambla) eran los únicos peces que conocíamos. Quiero decir peces vivos porque muertos se podían comprar en el Almacén (de Abajo o de Arriba) en forma de sardinas rancias.  Era todo un arte quitarles la piel, las escamas y las raspas, pero una vez limpias de todo eso no estaban tan malas. Algunos las asaban pero eso a mí no me gustaba nada, nada...
 
Ya está bien por hoy. Otro día más. Tengo muchos “cuentos”, (que no son cuentos sino historia) que contar. Un saludo cordial a mis paisanos campillanos. Javier Delgado
Una maestra especial

A lo largo de la vida cualquiera de nosotros se ha topado con personas  singulares, de esas que le marcan a uno para siempre, bien sea para bien o  para mal. Lo más frecuente es que esas personas a que me refiero, tengan un  algo especial, que las distingue del resto de los mortales. Generalmente esa  influencia se debe a la posición que ocupan, como es el caso de nuestros  padres, de algún familiar o allegado, de algún amigo, quizás de un buen  maestro, y puede ser que hasta de un determinado cura.
Pero existen otras personas anodinas, que ni tienen una posición relevante, ni  destacan mayormente entre sus convecinos, ni parece que puedan aportar  nada a nuestro desarrollo personal, ni humano. Son sencillas, no se dan  importancia. En pocas palabras, pasan desapercibidas. Sin embargo, sin  pretenderlo, o tal vez por eso mismo, se han instalado, para siempre, en  nuestro recuerdo, por alguna razón casi, pero no del todo, inexplicable.
Hago todo este preámbulo por que cuando yo era muchacho, había en  Campillo una mujer menuda, chiquitilla, de la cual ya no quedará mucha  memoria en el pueblo. Siempre iba solita, a todas partes. Casi nunca hablaba  con la gente, parece como si rehuyera el trato con las demás personas.
Estaba soltera y vivía en familia, con la de su hermano Aquilino, en la calle  Mayor. Se la veía, a veces, merodeando por los campos, recogiendo hierbas  para los animales domésticos, en la misa los domingos, o en algunas otras  raras ocasiones. A veces, cuando te cruzabas con ella, (yo era niño entonces) tenías la sensación de que te sonreía, pero, como no te hablaba, nunca sabías a  qué carta quedarte. Era muy reservada. Lo cual le daba un aire un tanto  misterioso que, en cierto modo infundía en mi mente infantil una especie de  respeto mezclado con un cierto temor. A estas alturas de mi escrito ya se  habrán dado cuenta de quien hablo ¿Verdad que sí? Pues claro, se trata de la  tia Agustina. La Agustinilla se le llamaba, yo creo que cariñosamente.
Pero un día se rompió la barrera que nos separaba, a los muchachos, de ella.  No recuerdo bien como fue. Sí recuerdo que la encontramos cerca de la Virgen  de la Soledad, y alguien de la pandilla de niños que formábamos, seguramente  porque ya debía saber algo de sus habilidades, le pidió que nos contara alguno  de sus cuentos. Ella al principio se resistía, como si le diera vergüenza, e incluso  inició una especie de tímida huída. Pero, ante nuestra insistencia, acabó  sentándose en una piedra. La rodeamos y entonces, como si se tratara de una  aparición, comenzó a recitar, con una voz dulce y entonada:
Divino Antonio precioso,
suplícale al Dios inmenso
que, por tu gracia divina,
alumbre mi entendimiento.
Para que mi lengua
refiera el milagro,
que en el huerto obraste.
A edad de ocho años…
No es cuestión de reproducir aquí, en su totalidad, el romance de “San Antonio  y los pájaros”, porque es un poco largo, pero sí incluiré aquí unos cuantos  versos de él, que a mí me gustaba mucho escuchar de labios de Agustinilla. Se  trata del momento en el que San Antonio, después de haber encerrado a los  pájaros en una habitación de la casa para que no se comieran las cosechas, les  manda salir en orden y ellos obedecen solícitos sus indicaciones:
…Vaya, pajaritos,
ya podéis salir.
Salgan cigüeñas con orden
águilas, grullas y garzas,
gavilanes y avutardas,
lechuzas, mochuelos, grajas.
Salgan las urracas,
tórtolas, perdices,
palomas, gorriones y las codornices.
Salga el cuco y el milano,
burla-pastor y andarríos
canarios y ruiseñores,
tordos, gafarrón y mirlos.
Salgan verderones,
y las cardelinas,
y las cogujadas,
y las golondrinas.
Al instante que salieron
todas juntitas se ponen,
escuchando a San Antonio
para ver lo que dispone….
La Agustinilla lo recitó entero, sin titubear y añadió además el de “El  armonio de Villajuán. ¡Increible! ¡Aquella buena mujer recitando poesías!  ¡Qué maravillosa sorpresa!  Desde aquel día la abordamos en sucesivas ocasiones y ella seguía instruyéndonos y deleitándonos, con otros romances y cuentos. Nunca he  olvidado aquellas “clases” de Agustinilla, en pleno campo, bajo la sombra de  “las olmas” en algunas ocasiones, otras veces bajo los chopos del  “Alambique” o en la ribera del arroyo.
Sí, ya sé que esta persona de la que hoy he hablado no era precisamente un  gran personaje, de entre los muchos y afamados que ha producido Campillo.  No pertenecía ni al clero, ni a la milicia, ni a la abogacía, no tenía más títulos  que su humildad y sencillez. Podría parecer incluso que era insignificante.  Pero, con sólo eso, contribuyó de una manera mágica, a que, al menos yo,  descubriera el mundo de la poesía, lleno de encantos, de sorpresas y de  maravillas. Aprendí, de memoria, algunas de esas composiciones, que ella nos  recitaba y las he llevado siempre conmigo a donde quiera que he ido, unidas  inseparablemente a la memoria, al respeto y al afecto hacia La Agustinilla.
Bartolo

Todo un personaje.
Durante los años en que yo viví en Campillo, tenía una vaca preciosa. La verdad es que la  cuidaba creo que hasta con cariño. Negra sí, pero con el pelo tirando a castaño brillante,  reluciente.
La vaca de Bartolo tenía fama de ser bonita desde que era ternera. Supimos que  estaba preñada. Bartolo, se lo contaba a todo el mundo, estaba feliz con su vaca y todo el  pueblo lo sabía.
---Bartolo, ¿Ya te parió la vaca? Le preguntó un día, con “segunda” , don Balbino, un cura,  descaradillo, que hubo en Campillo allá por los años cuarenta y principios de los cincuenta del  siglo pasado.
--- ¡A mí me parió mi madre, señor cura! Respóndió Bartolo, a bote pronto, sin cortarse un  pelo. Venía de casa de la tía Miguela, en la plaza. Sin detenerse, ante el cura, cruzó el puente  sobre el arroyo y se metió en su casa de la Umbría. Parece que lo estoy viendo aún: el paso  alegre, decidido, evidentemente ofendido por una broma tan burda, pero con un gesto digno y resuelto como si pensara: ¿Qué se habrá creído éste, que soy imbécil? O algo así.
Él era así: espontáneo, independiente, sin miramientos y sin inhibiciones. Naturalmente  ingenioso. Naturalmente inteligente y desenvuelto. Nada importa que no supiera leer. Era  también imprevisible. Era Bartolo. Todo un personaje que ha dejado en Campillo un recuerdo  perenne. Estoy seguro.
Regresaba un día de la Sierra, de haber estado cuidando las cabras. Venía contento, cargado  con un animal a la espalda, no era una liebre, ni un conejo, que caben en un morral y pasan  desapercibidos. No era tampoco una zorra; era un bicho, grandote, muy raro de ver.
--- ¿Qué has cazado, Bartolo? ¿Qué animal es ese que llevas a la espalda? Preguntábamos los  chavales arremolinados a su alrededor.
---Es un tajugo, dijo Bartolo, orgulloso de su hazaña. (Hay que tener en cuenta que él no  utilizaba la escopeta. Siempre cazaba a lazo).
Seguía andando, mientras la comitiva de niños que le acompañaba, engrosaba por momentos.  Iba triunfante, feliz. Las mujeres salían a la puerta de la casas para ver a qué se debía el  alboroto. ---Buena caza, Bartolo, le decían algunas. Otras simplemente miraban.
De ese modo, escoltado por una gran cantidad de muchachos, hizo su entrada triunfal.
Bartolo decía que el tajugo (tejón) era un animal de buena carne para comer. Algunos, en el  pueblo no estaban de acuerdo con eso, otros pensaban que sí que era comestible, sin ningún  tipo de reservas. Él lo desolló. Le sacó las vísceras. Lo dejó unas cuantas noches al fresco, para  que se macerara un poco, y, aunque nadie lo comprobó, Bartolo decía que poco a poco se lo  había ido comiendo, frito o en guiso, y que estaba “mu rico”. Era un hombre bastante libre y  desinhibido. En contra de lo que suele pasar en los pueblos, lo que dijeran los demás le traía  sin cuidado. Apareció, en otra ocasión, vestido con una especie de túnica que llegaba hasta los pies. Él  mismo se la había confeccionado con unos sacos de arpillera. Cuando amenazaba tormenta, se  la ponía, salía de su casa dando voces, salíamos detrás de él una patolea de muchachos, hacia  las eras de al lado de la iglesia, y allí, de rodillas, mirando implorante al cielo, pronunciando  ensalmos y otras palabras solemnes “esconjuraba” a la nube. A veces “tenía éxito” y la nube se  deshacía o se alejaba sin hacer daño. Entonces se le felicitaba y el agradecía, como un torero  cuando ha cuajado una buena faena. Pero yo siempre tuve la impresión de que Bartolo no  hacía aquello por que tuviera la convicción de que su conjuros fueran eficaces, si no por el gran  sentido histriónico que le caracterizaba. Era un gran actor en una palabra.
Aunque yo no lo he presenciado, he sabido que andando el tiempo, cuando la tía Constantina  tenía el cargo de pregonera, Bartolo, que no sabía leer, como ya he dicho, a veces la sustituía  y, sin papel alguno recitaba los pregones, aunque fueran complicados. Prueba evidente de su  buena memoria y de su forma de actuar con libertad y sin miramientos.
Seguramente los que lo han conocido mejor que yo y han convivido con él, en Campillo,  durante más tiempo, conocen muchas más anécdotas de Bartolo. Desde aquí les animo a que  las cuenten y creo yo que todos se lo vamos a agradecer. Javier Delgado

Bartolomé López.

Alguna vez escribí, en nuestra querida Web Campillanos.com, un articulillo sobre este entrañable personaje campillano: pastor de cabras, cazador de tajugos y gran exconjurador de nubes y tormentas. Decía entonces que, incluso, había ejercido de pregonero “real”, es decir auténtico, de Campillo. Pues bien esta foto, que me remite Jesús Delgado, quien a su vez la ha recibido de Ángela –hija de Ana María y nieta de Samuel y Basilisa- demuestra fehacientemente, que así fue. Está dedicada a todos nosotros por él mismo, lo cual demuestra que sabía firmar, aunque con cierta dificultad. Es un pequeño homenaje que, por mi parte, deseo tributar a su memoria.
                           Javier  Delgado.
21.11.2012
 A José María Sanz Martínez, Rector Magnífico de la Universidad Autónoma de Madrid.
 
 
    Te recuerdo, en Campillo, en  brazos de tu madre cuando eras un bebé y ella te presentó a mí, que tenía trece o catorce años, con palabras parecidas a estas:
 
    -Mira, Javier, qué hijo tan guapo tengo. Dale un beso.
 
   Yo, un tanto tímido, me resistía a besarte, pero, ante la insistencia de ella y de mis padres, acabé por acceder a aquello a lo que me instaban.
 
    El caso es que tu abuela Perpetua, le había ayudado a mi madre (maestra durante largos años en Campillo) a traerme al mundo. A ello se añadía que tu madre era, y sigue siendo, mi madrina de bautismo. Lamentablemente, sólo volví a verla en un par de ocasiones, después de esta que te cuento.
 
   Desde entonces ha transcurrido toda una vida, que a cada uno nos ha llevado por caminos alejados y distintos. Tú has sabido aprovecharla y sacarle un rendimiento extraordinario, brillante, del cual, estoy seguro, que no presumirás ni en privado, ni en público, aunque tengas sobrados motivos para hacerlo.
 
   Pero yo, que no tengo por qué ser modesto, al leer tu biografía, al ver tu foto, en nuestra web de Campillo, y al constatar en tu cara los rasgos inconfundibles y entrañables de tu abuela Perpetua y de tu madre (¡Cuánto te pareces a ellas!) no he podido dejar de sentir una sacudida interior de orgullo ajeno, que me ha removido hasta en mis más profundas raíces y que no puedo, ni quiero, contener ni disimular.
 
    Desde mis setenta y un años, con la distancia de una vida entera que no ha podido borrar aquellos recuerdos tan queridos, recibe mi testimonio de admiración y de profundo respeto.
 
Javier Delgado Calvo.
Recordando a Severina Heredia.

 
                                                     Hoy he leído, en Campillanos.com,  la nota necrológica de Severina Heredia. Al principio no caía en la cuenta de quién  sería. Luego, al terminar la lectura, se me han ido clarificando las ideas y la he identificado perfectamente. Su recuerdo me ha traído a la memoria algunas escenas de la vida de Campillo en mi primera infancia.
 
  Antes que nada, me uno a sus hijos -a los que conocí y traté cuando todos éramos chicos- para acompañarles en el dolor que les habrá producido su pérdida.
 
   Luego quiero expresar una vivencia que tengo de ella y  de su marido en una circunstancia que nunca se ha borrado de mi mente.
 
  Tendría yo a lo sumo cuatro años. Por lo tanto estamos hablando del año 1944, más concretamente del Carnaval de 1944. He de añadir, antes de continuar mi relato, que en Campillo se celebraban los carnavales y que nunca se interrumpieron, a pesar de que se decía que estaban prohibidos durante el franquismo. Los chiquillos lo disfrutábamos de lo lindo.
 
   Pues bien aquella tarde estaba yo en el entorno de Fuente de Abajo cuando vimos venir un tropel grande de gente que se acercaba a nosotros viniendo desde la Calle Mayor hacia el Antiguo Lavadero. El estruendo de cencerros y cadenas era tremendo. Desfilaban bailando grotescamente los diablos, las brujas y alguna que otra bella dama con sus caras tapadas unos,  tiznadas  o pintarrajeadas otros.
 
    A ellos se unía una caterva de muchachos que se acercaban a los danzantes intentando burlar sus amenazas y esquivando los golpes que simulaban propinarles con su tridentes  (horcas) y con alguna que otra vara de sauce flexible.
 
     A medida que toda la marabunta se acercaba a donde estaba,  me iba yo llenando de miedo, escondiéndome  donde podía para ver sin ser visto. De golpe y porrazo me vi delante de un enorme y feo diablo, al que le colgaban las cadenas por todos los lados.  Me quería coger para llevarme, por lo menos al infierno. O eso creía yo al menos.  Salí corriendo y llorando desesperadamente.
 
    Vino detrás de mí, me alcanzó, me asusté de tal forma que le quise arañar en la cara. Rehuyó él mi desesperado ataque y entonces apareció su compañera, que se debió compadecer de mi, quitándose la careta a la vez que me decía:
 
  ­- Javier, no llores, no tengas miedo, soy Severina.
 
  Enseguida la reconocí y me cobijé a su lado. Me tranquilicé un poco y las lágrimas se convirtieron en risas. Más aún cuando el diablo se agachó hacia mi altura, se destapó la cara y pude comprobar que era… simplemente Joselito. Así llamábamos cariñosamente al marido de Severina.
 
     Vaya este recuerdo mío, cariñoso, para Severina, que siempre me ha acompañado, cada vez que por una circunstancia o por otra me he visto, he pensado o he hablado de esa fiesta tan popular: los Carnavales.
Drama de amor en el castillo de Zafra

"¡Quién me iba a decir que algún día este formidable castillo, tan frecuentado durante mi infancia campillana llegaría a convertirse en la Torre de la Alegría!
¿Cómo podíamos soñar los muchachos de entonces que nuestro compañero de juegos Jesús Casado, ya fallecido, iba a ser el "alarife" que reconstruyera y restaurara el arruinado Castillo de Zafra, hasta hacerle recuperar la prestancia y gallardía que ahora tiene?
Gracias, Jesús, porque tú has sido gestor, casi ignorado, de esta maravilla que ahora luce y se exhibe ante millones de espectadores para propalar el nombre de nuestro pueblito querido, Campillo de Dueñas, hacia los cuatro puntos cardinales del ancho mundo. Y mucho menos podía yo sospechar que mi padre, D. Mariano Delgado, que tenía sus visos de poeta, fuera casi un adivino, de lo que ha filmado recientemente la serie Juego de Tronos, cuando compuso un largo poema - que conservo- a la memoria de un romance de amor ocurrido durante la época en que las luchas fronterizas entre moros y cristianos, tenían como marco el castillo de Zafra.  En fin un sueño de niño que se ha hecho realidad virtual, para mí.  
Javier Delgado Calvo"
LEYENDA
I
EL CASTILLO DE ZAFRA,
EN LA DIVISORIA DE AGUAS
ENTRE EL TAJO Y EL EBRO
“Lo hermosean ajimeces,
lo abraza la barbacana,
lo pespuntean almenas,
lo embellecen albarranas,
lo reafirman los cubos,
lo preservan las murallas,
lo ambicionan los cristianos,
lo defienden cimitarras”.

Quinientas crines se agitan
en sus cuadras subterráneas,
que son las de los caballos,
que allí engordan y se sacian,
y hacen trepidar La Vega,
cuando, a diario, se ensayan
para acciones belicosas
contra mesnadas cristianas.
Quinientas lanzas,
que al viento se afilan,
cuando, con furor, atacan.

(Tiempo y desidia abatieron sus altivas atalayas, que otrora las admiraron todos los que lo miraban.)
En una suave ladera
de la divisoria de aguas,
de dos ríos de primera,
que Tajo y Ebro se llaman,
como un navío de piedra
arenisca, se levanta
la roca donde se asienta,
esbelto, el castillo de Zafra.

Está plantado a la sombra
de la Sierra que lo nombra,
que, a un lado, da hacia Aragón
y al otro, a Castilla asoma.
¡Oh, qué buena posición!
Larga y anchurosa vega
se extiende, alegre, a sus plantas,
rebosante de verdores,
cual una alfombra esmeralda.
Pregonan lenguas de historia
que, entre todos los de España,
fue siempre invicto y roquero,
en numerosas batallas.

EL TORNEO
II
 
ZULIMA SE PRENDA
 
DE UN CABALLERO ARAGONÉS
De orgullo revienta el pecho
del moro que allí moraba.
La mora que lo enamora,
muere de amor y nostalgia,
y ambos -venturosos padres-
tienen puestos ojos y almas
en Zulima, flor de loto,
mayos veinte, esbelta caña
de bambú, cuando se ondula
al ejecutar sus danzas.

Abengalbón, orgulloso
padre de Zulima, hermosa,
ha querido que su rosa
viva un día venturoso
en sus veinte años dichosos.
Y, orillando sus rencillas
con los cristianos vecinos
de Aragón, a sus orillas,
pregona por los caminos
esta y otras maravillas:

“Grandes fiestas y torneos
en La Vega habrán lugar
con promesas de trofeos
para colmar los deseos
de los que logren triunfar”.

Infanzones de Aragón
que campan por Gallocanta
acudieron al pregón
que proclamó la proclama
del muslime Abengalbón.
De entre la flor y la nata
de sus recios caballeros,
un centenar se destaca
en lucida cabalgata,
sobre alazanes troteros.

Cuando comienzan las fiestas
de esta feliz onomástica,
amarillos cronicones
con exactitud la enmarcan:
“Tres de mayo, mil doscientos,
cielo turquí, sol de gala;
marca un cuadrante, en el muro,
las nueve de la mañana”.

Hieren el aire, clarines.
Coronan torres, banderas.
En el arzón, banderines,
ostentan los paladines,
ensayando sus carreras.

La Vega es clamor de flores,
exultante de verdor
y de encendidos fervores
de adalides y amadores
tras la fama y el honor.

Damascos y sedas finas
engalanan las tribunas
donde hay voces cristalinas
y cruces y medias lunas
adornando las cortinas.

La morisma y cristiandad
-fieras lanzas y gumías-
si en la guerra son arpías,
en justas son amistad  
y espejo de gallardía.

Ambas pugnan por dejar
altas su propias banderas
cansadas de tremolar,
en incesante luchar,
sin humillar sus cimeras.

En las tiendas afincadas
-lujuria de baldaquines-
las damas bien ataviadas
apuestan por paladines, q
ue las tienen cautivadas,
con sus guiños y mohines.
Ciegan los vivos destellos
de bruñidas armaduras.
De grupas, lomos y cuellos,
penden adornos muy bellos
con soberbias curvaturas.

Barras de Aragón campean
en los escudos cristianos.
Las medias lunas pasean
pendones mahometanos
que en nombre de Alá pelean.

Largo aviso de clarín,
(tesoro de vibraciones),
un coro de ecos sin fin
propaga, por torreones
y los cerros del confín.

Comienzan los desafíos,
se impacientan los trotones,
atruenan los voceríos
y de lágrimas a ríos
se desaguan emociones.

De entre tanto caballero
de acrisolado blasón,
causa pavor el acero
de un infante de Aragón
por su mandoble certero.

Cuatro retos ha lanzado,
a otros tantos adalides
rivales, ha derribado;
pues es famoso en las lides
y en el amor agraciado.

Zulima, la bien plantada,
que no apartaba los ojos
de lanza tan esforzada,
lo mira ya sin antojos,
soñando en ser bien amada.
III
Juramento del aragonés.
Fin de fiesta. Acaba el torneo
Zulima, entonces calló…
Noble, el de Aragón, le jura:
-En noches de luna clara,
por demostrar mi locura,
iré a la Fuentebellida
a declararte mi amor,
aún arriesgando mi vida.

Y La Vega enmudeció,
pasmada ante aquel amor
que jamás se había visto.
Y el castíllo se quedó
petrificado en su risco.
………………………………..
En cerrados escuadrones,
desfilaron las cimeras,
callaron los corazones;
se alejaron los pendones,
saludaron las banderas.
IV
Citas de amor,
en noches de clara luna
En noches de luna clara
la sierra se extremecía,
bajo las firmes pisadas
de caballos que corrían;
son sus cascos charolados,
mejores no los había,
además de bien “ferrados”.

De la luna a los fulgores
se adivina al de Aragón
con cuatro de sus mejores
que le dan su protección.

Ganan la sierra de Zafra,
la coronan y descienden
por trochas de la otra falda
donde el castillo se abriga
y es la cárcel de Zulima.

Ella que ha visto
volar a las mariposas,
con libertad y a capricho,
columpiarse entre las rosas;
y a la celosa torcaz,
en veloz revoloteo
sobre el roble montaraz;
o al gárrulo perdigón,
entonando en el berrueco
el cantíco de su amor…
está ahora prisionera
en dorados campaniles
cuando apenas ha cumplido
sus primeros veinte abriles.
porque ha sido atravesada,
en su corazón de mora,
con una flecha cristiana.

Todo le sabe a prisión,
todo placer a cadena,
el castillo es un bastión,
con sus muros opresores
y corredores sombríos
que le comen los colores.
Ya no hay bailes cadenciosos,
ni timbrados añafiles,
ni cánticos armoniosos;
ni brillos de los joyeros,
ni solaz con las esclavas,
ni amores con caballeros;
ni cojines de oro y seda
en otomanas de ensueño,
ni nada que la entretenga.

Sólo le alegran la vida
sus escapadas furtivas
al pie de la roca hendida
do brota la Fuenbellida.

Son vuelos de mariposa
que bajo un manto de estrellas
van a posarse a una rosa.

Le hacen sentirse torcaz,
libélula o golondrina
para cantar y volar.

Son eslabones divinos
de la cadena sutil
de un amor correspondido,
que, si libera del muro,
por otra parte encadena
como si fuera otro yugo:
recelos que son desvelos
celos que son gusanillo
roedor para encenderlos;
zozobras, sendas oscuras,
agridulces desazones
ausencias que son muy duras.

Además siempre le asusta
una sutil asechanza:
Es un cristiano su amante,
y ella es mahometana.
Es un abismo insondable
aquello que los separa.
Y se confirma su anhelo,
cuando como águila en vuelo,
el de Aragón se aproxima,
como quien se acerca al cielo,
a la tienda de Zulima,
para cortar una estrella
y prenderla en el arzón
y requebrarse con ella
al trote de su trotón
veloz como una centella.

Ya, con voz susurradora,
le dice:
-No he visto aurora de mayo,
al despuntar la mañana,
como la que veo ahora,
en vuestros ojos, sultana.
Quisiera, si ser pudiera,
que el lucero de esa cara
siempre para mi luciera,
y, en noches de luna clara,
mi deseo se cumpliera.

Zulima, muy recatada,
sin disimular su amor,
le dice, con voz pausada:

-Señor, mirad mi temblor
y adivinaréis por él
que aún es virgen mi vergel,
en los azares de Amor.

Si soy botón de clavel
para vos, mi paladín,
os diré, con gran secreto,
que al pie de una roca hendida,
allá detrás del jardín,
al borde de un vericueto,
hay una fuente escondida,
que llaman la Fuenbellida.

Para encontrarnos en ella,
burlaré yo a un centinela
que, en vigilancia oportuna,
hace rigurosa vela,
y colmaré mi fortuna
si vos su amor me revela
en noches de clara luna.
V
Sospechas de Abengalbón.
Descubren las escapadas de Zulima.
El infante aragonés   prisionero y ejecutado
Los centinelas eunucos
han observado, a escondidas,
los movimientos nocturnos
de sombras indefinidas.
Por otra parte, sospechan
que Zulima, alguna noche,
en sus idas y venidas,
mas allá de la muralla,
ha llevado sus salidas.
Enterado Abengalbón
de semejantes manejos
supone, no sin razón,
que Cupido anda por medio:

Monta la guardia en las cimas
y se acotan las veredas
que van a la Fuenbellida…

Y una noche… Noche aciaga
sorprenden, en pleno idilio,
a Zulima enamorada…

Cautivan a D. Fernando.
(pues asi es como llamaban
al infante aragonés).
y al castillo lo llevaban.
Cuando Abengalbón lo viera
en cólera remontando,
que del pecho le saliera,
al doncel de amores lleno
colgó en la horca, sin freno,
en noche de luna clara.
VI
Zulima enloquece de dolor
por la muerte de D. Fernando.
La que fue oveja sumisa
a la paterna tutela
y gacela temerosa,
ejemplar en la obediencia,
ha roto, con osadía
y furia de herida fiera,
toda ordenanza y mesura
que a la razón se sujeta.

Sin temor ni sobresalto
que en su obsesión la detengan,
desafiando la guardia,
y ganando la poterna,
sus excursiones nocturnas
a la fuente de la piedra,
en noches de clara luna,
son alivio de su pena.

Su padre finge paciencia,
ansiando su curación,
concediéndole indulgencia,
otorgando su perdón…

Tardía luz, vano empeño
que enciende más su torpeza
y así, una noche tras otra,
cuando la luna campea
por el terso firmamento
de rutilantes estrellas,
sin sueños de mariposas,
más que ingrávida libélula
que acaricia bellas nupcias,
como espectro de alma en pena,
acude a la cita, donde
Fernando le prometiera
desposarla, aún a repelo
de que cristiana no fuera.
Todo es duelo y aflicción:
Callaron los añafiles
ya no ondean las banderas
se acabaron los desfiles
quedaron mudas las lenguas.

Sobre el castillo de Zafra
se cierne un águila negra
que esparce sobre sus torres
augurios de horas siniestras.

Las estancias son mazmorras
donde un espectro aletea
que es de muerte acusadora
de crueldad y fiereza.

Cualquier rincón es oprobio
para Zulima la bella.
Todo el castillo es su fosa,
horca, cuchillo, cadena...

Macabra sombra la sigue,
la acosa, la tiene presa
en permanente extravío
que la llena de tristeza.
Le huyen el sueño y ensueños,
aborrece las zalemas,
detesta la compañía,
escupe a los centinelas.

Desprecia a las odaliscas
que en agradarle se esmeran,
le enfurecen los espejos
que tan hosca la reflejan.

Y siembra el sombrío alcazar
de pánico, horror, tristeza…
como una bruja maldita,
como fantasma de piedra.


VII
Zulima, atrapada
por la helada mano de la muerte
VIII
De siglo en siglo las voces…
De siglo en siglo, las voces,
de una tradición muy viva,
esta leyenda de amores,
al pie de una roca hendida,
cabe el castillo de Zafra,
han dejado transmitida.

Los gañanes y pastores
que, si la sed les obliga,
o por calmar sus ardores,
vienen a la roca hendida,
afirman que, a los fulgores
de la clara luna estiva,
han visto a la hermosa mora
llorando en la Fuenbellida.

Mariano Delgado
Del 22 al 27 de febrero de 1983
Moncada. (Valencia)
La torre del homenaje
empuñando su guadaña
(atrevido mirador
perforado de ajimeces).
grita al viento su dolor

Hay banderas encintadas
con luctuoso crespón
coronando las almenas,
donde avizora el azor.

La muerte ronda sus muros,
desde el día en que murió
el infante aragonés,
a manos de Abengalbón
(fiero chacal berebere)
por un delito de amor.

Hasta que una negra noche
en el alcázar entró
y, con fuerza, se agarró
a la mano agonizante
que Zulima le ofreció,
gravemente lacerada
por las penas del amor.

En el alfeizar de jaspe,
tan bello que era un primor,
sobre el que en horas felices
su virgen seno apoyó,
antes de ser arrastrada
al abismo aterrador,
Zulima, la bienamada,
este epitafio escribió:
POR AMARME A LO VALIENTE,
NOBLE PECHO DE ARAGÓN,
CON LEALTAD Y FIRMEZA,
ODIO FEROZ TE MATÓ.

A ESTA BRUNA FLOR DE LOTO
QUE SE PRENDÓ DE TU AMOR,
POR AMARTE HASTA LA MUERTE,
LA MUERTE SE LA LLEVÓ.

Regreso al contenido