Jesús Delgado - Campillo de Dueñas

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Jesús Delgado

La casa de los maestros

             No sé si será frecuente, ni acaso bien visto, contar vivencias un tanto  personales en un foro. A mí, simplemente, me gusta hacerlo, en este caso, para recordar los primeros años de mi vida, que transcurrieron en Campillo, mi pueblo, al que adoro, y del que siempre, siempre, se me he sentido  orgulloso.
 
             


Es posible que sea yo un tanto sentimental, aunque a mi edad eso no importa demasiado, si se piensa en el placer que produce  traer aquellos tiempos a la memoria, refrescarlos y disfrutarlos de nuevo, bien sea en solitario, o quizá, porqué no, acompañado de otros campillanos que a lo mejor -tendría mucho gusto en que así fuera- pueden  sentir ese mismo placer. Es también probable que lo que yo diga no le interese a nadie, porque la edad hace que los intereses cambien, pero pienso que cada cual decidirá lo que más le convenga y asunto concluido.
            Puede ocurrir que en algún momento sea un poco subjetivo, y quizá algo indiscreto, aunque es mi intención no herir a nadie, por lo que pido disculpas anticipadas si en algún momento incurro en imprecisiones, errores u omisiones que en modo alguno desearía cometer. Seguramente escribiré atropelladamente y  quizás eso llame a confusión porque los datos irán saliendo de una forma espontánea y sin un orden establecido. Contaré, con toda sencillez algunas vivencias de aquellos años míos en Campillo.
Empezaré diciendo que no sé qué pasa con las raíces: nuestro pueblo, nuestra familia, nuestra gente, nuestros amigos de infancia y de juegos, los paisajes y los parajes que recorrimos, la casa en que nos criamos, etc. Se reproducen, en nuestra memoria (las raíces), envueltas en una emoción íntima e intensa, y con el correr de los años se convierten en mágicas. Sobre todo si, como es mi caso, solo se vuelve de tarde en tarde, al propio lugar de origen. Si alguien comparte conmigo esa añoranza, seguro que le gustará ver por escrito unas cuantas pinceladas de lo que supusieron aquellos años para quienes fuimos… los felices  niños campillanos. Con privaciones y cierta escasez de medios materiales, de acuerdo, pero también felices.       
 
        Mis padres fueron maestros de Campillo. Mi madre, Doña Nati, desde el año 1935 hasta el 1963. Con una interrupción de dos años (entre 1944 y 1946).  Mi padre, Don Mariano, había sido maestro de La Yunta desde 1935 hasta 1947. Recuerdo que se reunieron en Campillo en 1947, cuando yo tenía  seis años. En 1963 ambos se trasladaron a Valencia.
 
       La casa que cobijó a mi familia durante esos, casi 20 años, fue la antigua casa de los maestros. Situada enfrente del puente de la Iglesia, haciendo esquina con la calle Mayor y la calle que sube a la Plazuela. No nací en ella, pero en ella viví unos tiempos inolvidables. La llevo grabada en mi corazón y la he reproducido en ese bosquejo tal y como la recuerdo. Seguramente la técnica del dibujo no es buena, pero eso es lo de menos, porque de todas formar ayudará a que nos hagamos una idea de cómo era. En ella vivimos momentos decisivos se nuestra vida, cargados de preciosos recuerdos. Muchos de ellos los omitiré por ser totalmente privados.
 
       La primera imagen que guardo en mi retina de aquella entrañable casa corresponde al momento del traslado que, desde La Yunta, hicimos a Campillo. Recuerdo como, desde el carro en donde venían  todos los enseres, alguien que nos ayudaba en esa tarea, sacaba y sacaba trastos y más trastos, e incluso alguno de ellos lo subieron por un balcón que había en la fachada de la entrada.
 
      Aquella casa fue derribada y en el mismo solar se construyó, de nueva planta, la que ahora sirve de Ambulatorio o Centro de Salud. En la fachada de ella no falta la inevitable lápida conmemorativa con una pomposa inscripción que recuerda, a cualquiera que la lea, que esa construcción se debe los auspicios de la Comunidad de Castilla la Mancha. Como si el dinero empleado en hacerla no fuera de los contribuyentes, incluidos los campillanos, de los que no se hace mención alguna. No la he visitado, por dentro,  y no ha sido  por falta de ganas, sino por no rememorar tiempos pretéritos, ni establecer comparaciones entre aquella casa, casi ruinosa, que nosotros habitamos y la que ahora hay. Eran tiempos de escasez para todos. Así es la nostalgia: uno puede llegar a sentir añoranza hasta de una casa, no del todo bien acondicionada, sólo por el hecho de haber pasado en ella los años, siempre irrepetibles, de su infancia y primera juventud.
Entonces, era una casa una más entre todas las del pueblo; como las que todavía quedan sin reformar. Tenía la entrada principal por la calle Mayor.
      
       La puerta de entrada (1) era la clásica puerta dividida en dos, una arriba y otra abajo, y a la izquierda de la puerta estaba la gatera. La imagen del gato pasando por aquella gatera, también llamada arbollón, es nítida para mí. Había, por aquel entonces, un gato muy farruco en Campillo, que no era el nuestro (el de casa), jefe de los gatos en aquel momento y creo que tuerto. Se paseaba ufano por el contorno y enamoraba a todas las gatitas de la vecindad. Entraba por el arbollón de mi casa cuando le daba la gana a visitar a la gata que teníamos nosotros. Eso nos incomodaba vivamente. Así es que decidimos atraparlo. Un hombre ya mayor, al que consultamos, cuyo nombre ahora no recuerdo, nos dijo como hacerlo: es sencillo cogéis una talega, ponéis la boca de la talega bien enfrentada con el arbollón, la amarráis bien sujeta con unos clavos y esperáis a que el  gato entre y caiga dentro. Entonces con una cuerda atáis la talega y ya está. Lo hicimos tal cual y dio un estupendo resultado. No hace al caso decir lo que fue del gato, entre otras razones porque yo mismo lo ignoro, pero sí recuerdo que la gata seguía trayéndonos, todos los años, nuevos gatitos que sabíamos, con satisfacción,  que no eran hijos del intruso.
La parte de arriba de la puerta tenía el ventanuco clásico, que se abría para ver quien venía de visita o quien llamaba con el clásico y, entonces obligado, “Ave María Purísima”, al que había que responder “Sin pecado concebida”.
 
 
       La entrada era un portalón (2) creo que con piso de cemento o no sé  si de losetas, en el que sólo había una enorme tinaja, en el rincón  de enfrente entrando a la izquierda, siempre con una reserva de agua para los momentos de urgencia. Periódicamente había que vaciar la tinaja para limpiarla bien y desinfectarla, porque si no olía a cerrado y se “avinagraba” el agua. Para llenarla de nuevo, o en cualquier otra ocasión que hiciera falta, porque se iba vaciando, teníamos que hacer varios viajes a la Fuente Nueva, con dos cubos,  lo que suponía un buen paseo, sobre todo muy pesado a la vuelta cuando los cubos iban llenos a rebosar. También íbamos allí, a la fuente, diariamente varias veces a llenar los botijos o a traer el agua ordinaria del día. No nos faltaba faena a los “chavales”.
 
 
         Enfrente de la entrada  había una puerta que daba al Cuarto Oscuro (3), en el que jamás hubo bombilla, y en donde teníamos la leña cortada y apilada para el invierno. Nunca he visto tantas ratas como había allí, anidaban justamente entre los leños apilados. Sus chillidos eran habituales. Omitiré anécdotas concretas sobre este particular para no herir a personas con zoofobias, pues las ratas son animales muy proclives a producirla.
 
        En el Cuarto Oscuro, entrando a la izquierda y debajo justo del hueco de la escalera que subía a la primera planta, estaba el molino (8), con el cual se molía el trigo para obtener la harina con la que hacer el pan. Allí, mis hermanos, y también yo, pasábamos largas horas, muele que te muele, dando vueltas a la rueda del molino manual, que llamábamos pomposamente  “La Trituradora”. Aunque éramos jóvenes y con fuerzas para todo, recuerdo que acabábamos muy cansados… agotados, y bastantes veces, -debido a la presión que había que ejercer con los dedos, para agarrar el manubrio  de la rueda motriz-, con ampollas en las manos. No había otra solución. El pan después estaba riquísimo, quizá porque nos lo habíamos ganado, en parte, con nuestro propio sudor. Y me viene ahora a la mente aquello de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, que forma parte de la maldición divina, pronunciada por Dios mismo, cuando expulsó a Adán y Eva del Paraíso Terrenal porque le habían desobedecido. A mí personalmente cuando oía eso, en la catequesis, se me antojaba, sobre todo cuando estaba en plena molienda, que Dios era un pelín resentido y excesivamente justiciero. ¡Ese buen Dios –me decía a mi mismo- podía haber inventado otro castigo!
 
      
 
          Justamente a la izquierda de la entrada de ese Cuarto Oscuro arrancaba la escalera de subida a la primera  planta (9), con un tramo de unas 6 escaleras, un descansillo y otro tramo de otras tantas escaleras. Debajo de esta escalera dentro del Cuarto Oscuro, se guardaban las patatas. Allí no había peligro de que brotaran puesto que nunca, ni de lejos, les daba la luz.
 
 
        Al llegar la escalera a la primera planta, a la izquierda estaba la cocina (10), con el fuego bajo, a mano izquierda. Generalmente las cocinas estaban en la planta baja de las casas pero en la nuestra estaba arriba. Nada de cocinas económicas ni cosas parecidas. Ese fuego bajo estaba bordeado por los morillos, así se llamaban a dos piezas de hierro que se colocaban en el eje de los carros, pero que hacían en el fuego el oficio de los morillos, que según el diccionario de la Real academia son dos caballetes que se  ponen en el fuego para sustentar la leña. Uno a cada lado. Pero en este caso no eran esos morillos sino esos dos enormes tubos de hierro,  que los llevaban los carros incrustados en las ruedas en cuyo interior se introducía el eje fijo al carro. Se engrasaba adecuadamente con grasa sólida y se estancaba la rueda con una cuña de hierro que impedía que la rueda saliese del eje. Recuerdo con gran claridad el puchero de barro cociendo, pegado a las brasas y con su murmullo sosegado y constante. Lo que de esa manera se cocía era el alimento diario, convertido en un verdadero manjar.
 
     El cocido, y toda la comida se hacía allí, en esa lumbre, sobre la que se ponían unas  trébedes que además servían, por las mañanas, para poner sobre ellas la sartén en medio de la cocina y almorzar tan a gusto utilizando el único utensilio necesario: una buena cuchara, que iba vacía a la sartén y venía bien cargada de migas, morteruelo, gachas o lo que tocara, según el tiempo y los días. ¡Qué exquisitos sabores guarda la memoria del gusto cuando se mientan esos manjares!. Durante muchos años la cocina sirvió para todo, incluso de comedor, en aquellas sillas bajas porque había que aprovechar el rescoldo del fuego.
 
      La cocina era muy escasa de luz natural, solo tenía un ventanuco muy  pequeñito casi pegado al techo, en la pared de enfrente de la entrada, que daba al  tejado de la cuadra de la casa del tío Antonino. La lumbre baja era el único calor que teníamos en pleno invierno, y sí recuerdo que las piernas se calentaban bien, pero la espalda se quedaba helada porque el aire “coruto”, como le decían en Campillo, entraba por todos los sitios. (La palabra coruto por cierto no se incluye en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua).      
 
    
 
En esa primera planta y un poco a la derecha o casi enfrente de la terminación de la escalera, había un  dormitorio grandote (11), o eso me parecía a mí, en donde había dos camas. Con una ventana enfrente de la puerta que daba a la Plaza. El piso no estaba al mismo nivel que la puerta, sino que había que bajar un escalón. Eso se debía a que la casa de los maestros era el resultado de la unión de lo que habían sido dos casas distintas que tenían niveles diferentes. No recuerdo que hubiera allí ningún armario para dejar nada, pues los armarios, en toda  la casa, brillaban por su ausencia. La pared entrando a la izquierda de este dormitorio lindaba con el Almacén de Abajo.
 
 
           A  la izquierda, saliendo de esa habitación, o bien a la derecha, subiendo la escalera, según se mire, estaba el comedor (14): un “lujo” especial. Una gran mesa redonda, en el centro y seis sillas, de un modelo que he visto repetido muchas veces por otros lugares, que enseguida llegaron a ser diez, a medida que la familia crecía. Allí comíamos ya de mayores y allí estudiamos todos mis hermanos y  yo los primeros años de bachillerato, para examinarnos como alumnos libres en el Instituto de Enseñanza Media de Teruel. En invierno, el frío era aterrador hasta que mi padre puso una estufa que se cargaba con leña y también con serrín, según lo que hubiera. Aquello fue una “modernización” por todo lo alto.
 
      El balcón del comedor, enfrente de la entrada, daba acceso a una especie de terracita angostísima, que era apenas un lugar donde poder meter el pie para ver la calle, nada más. Aún así, en aquel estrecho espacio mi madre siempre cultivó buenos geranios y otras plantas de adorno. Visto desde la calle Mayor, el balcón de Doña Nati, no desmerecía de los otros, tan floridos, que siempre tuvo Campillo.
 
     En el suelo del comedor, que se correspondía con el techo del portal, había un agujero para pasar una soga y colgar el cerdo,  desde que se mataba por la mañana hasta que se descuartizaba por la tarde del día de la matanza. Vitorino era el matador de los cerdos, que hacía ese favor a mi padre y que todos los años remataba la “faena”, con gran alborozo de la chiquillería, sobre todo cuando nos entregaba “el trofeo”: la vejiga del cerdo, que hinchábamos de inmediato y convertíamos es un balón ovoide de bote irregular e incontrolable pero que, aún así, era inmediatamente utilizado con entusiasmo en un “fiero” partido de fútbol.
 
 
           A la izquierda del comedor y teniendo sólo acceso desde éste, había una puerta bajando un par de escalones, (debido a lo ya explicado en el dormitorio grandote)  otra habitación (13), con otro balcón, sin terraza en este caso, que daba también como el del comedor a la calle Mayor. Era una habitación dividida en dos, la del interior (12) que tenía pared con la calle del Almacén, es decir, dando a la Plaza y no tenía ventana alguna ni por tanto ventilación de ninguna clase, si exceptuamos la puerta de acceso. Dicho de otra forma: una cochambre
 
 
           Salíamos, nuevamente, del comedor e inmediatamente a la salida, pero a mano izquierda, había otra puerta, que daba a una escalera, la cual, mediante un tramo de cinco o seis escalones, un giro de 180 grados a la derecha, y otro tramo  parecido al anterior, te dejaba en la segunda planta.
 
      Esta planta tenía dos partes:
 
      La cámara de la izquierda (15), sin pared que la independizara de la escalera  y con una minúscula ventanilla, orientada al Norte, que no daba ninguna luz, pero permitía generosamente el paso del Cierzo, que soplaba allí con especial empeño y furor, congelando todo lo que se le pusiera por medio. Por ese motivo estaba allí la fresquera y se colgaban también en ella los chorizos, las longanizas, las güeñas, los salchichones y las morcillas, que se “curaban” de maravilla en tal sitio.  
 
       Sin embargo, no se me ocurre cual sería el motivo por el que, en un rincón, a la izquierda, justo al lado de la ventanilla, se había habilitado una desvencijada estantería, es posible que por obra de mi padre, no recuerdo bien, que hacía de biblioteca. Allí teníamos los no demasiados, pero sí interesantes, libros que fueron el objeto de nuestras lecturas infantiles y juveniles.
 
 
 
              En esta segunda planta, a la derecha de la escalera había una estancia abuhardillada (16), muy oscura que se correspondía con el techo del comedor. Se le daba luz con una bombilla que se conmutaba con otra de la primera planta. El interruptor de estas dos bombillas estaba en la puerta de acceso a las escaleras. Si se necesitaba la luz en la planta de arriba se avisaba a todos que se apagaba la luz abajo. Subías deprisa con aquella luz mortecina y bajabas corriendo, una vez concluida la operación, dando la luz de nuevo para abajo. Eran los años de la postguerra, difíciles,  muy difíciles, y sin apenas  recursos. Algunas veces se cortaba el suministro de la corriente eléctrica, que venía desde Daroca, porque se había caído algún poste, o por otras causas. Entonces había que subir a la segunda planta con un candil.
 
       Daba miedo subir por la noche a la cámara, sobre todo si se quedaba uno a oscuras, cuando se apagaba el candil. Incluso presumíamos a veces, de que éramos capaces de subir a oscuras. Decíamos que lo mejor para matar el miedo era no correr, ir bajando tranquilamente escalón a escalón, despacio y sin mirar atrás. Alguno de mis hermanos contaba que lo intentó, pero solo pudo bajar con lentitud los dos primeros escalones y sin poder reprimir el miedo emprendió un veloz descenso a la vez que dejó escapar unos gritos despavoridos.
 
         Lo único que había en esa cámara era oscuridad. Eso sí, en uno de sus rincones unos tubos perforaban el tejado para conducir y expulsar al exterior el humo de la estufa del comedor. Muchas veces el viento revocaba el humo que salía por las junturas mal encajadas de los tubos, y la estancia se llenaba de un humo espeso e irrespirable. Entonces había que apagar la estufa y el comedor se convertía en un congelador inhabitable.
 
 
           Casi enfrente de la subida de la escalera en esa segunda planta había una puerta, que bajando un escalón llevaba a otra estancia (17) bastante grande, mejor iluminada y por tanto más usada que las dos anteriores. En ella se curaban los jamones, y allí se almacenaban los pocos forrajes que comían las cabras y los cerdos, pero las ratas daban muchas veces buena cuenta de ellos y los diezmaban, de tal forma que cuando se iban a usar, tanto el grano como alfalfa, etc, las ratas  habían dado buena cuenta de ellos.
 
    A la izquierda al fondo había otra pequeña estancia (18) en donde mi madre guardaba el adobo de las matanzas, reservas casi para todo el año. Tenía una ventana que daba a la plaza.
 
           Cuando llovía las goteras eran tan numerosas en esa cámara, que parecía que no hubiera techo. Había que poner miles de cacharros, baldes de todo tipo y tamaño,  para que recogieran el agua de lluvia y muchas veces se llenaban y había que retirarlos y ponerlos de nuevo. Era una verdadera inundación. El arreglo de aquellas goteras y de todas las de la casa, lógicamente correspondía al ayuntamiento, como propietario del inmueble. Nunca las arreglaron aunque mi padre lo solicitaba  permanentemente. Se ve que andaban escasos de fondos en la corporación municipal.
 
        Desde la Cámara de la Izquierda, en la segunda planta, partía una escalera de madera, en no muy buen estado, desde la que se accedía a la  planta tercera que  constaba de una sola estancia que llamábamos la buhardilla (19). En realidad era un cúmulo de porquería. Estaba totalmente vacía, nuestros padres no subían allí nunca y a nosotros nos decían que no subiéramos tampoco, pues la escalera ofrecía verdadero peligro. Por eso, sólo esporádicamente la visitábamos alguno de nosotros y siempre con precaución y arriesgándonos a padecer algún accidente, cosa que, por suerte, nunca llegó a suceder.
 
 
           En la planta baja, a la derecha de la puerta principal, estaba la puerta de acceso a la cuadra, así llamada porque había sido cuadra de animales de labor cuando la casa estuvo anteriormente ocupada por labradores. Tenía fachada a la calle Mayor y a la Plaza y lindaba con el Almacén de Abajo. Nosotros no teníamos en ella animales de labor, pero si criábamos otros animales domésticos, ya que en aquellos tiempos de la postguerra no había más remedio que criarlos para poder subsistir. Eran tiempos de una carencia casi total y sólo los bienes raíces, como era la cría de animales, nos permitía a todos poder comer, esa es la verdad, no con la variedad deseada pero sí en la cantidad adecuada y sin que faltara lo imprescindible. Aún así eran tiempos preciosos. Por cierto, en la Web campillanos.com, por iniciativa de Javier Rego , se ha publicado el estupendo artículo  de Eduardo Galeano “Me caí del mundo y no sé por dónde se entra”. (Para mayores de 30) que habla de esta situación de carencia y sus fabulosas consecuencias educativas. Aconsejo vivamente que se lea para reflexionar sobre la conveniencia de pasar necesidades. Lo ha escrito con un acierto muy grande. Está en el foro y lo he leído varias veces.
 
       Pues bien en la cuadra criábamos gallinas, no menos de 80 ó 90, que producían una buena cantidad de huevos. Pero a la vez criábamos  3 cerdos. Había  dos zahúrdas  (5) y (6), y un pequeño muladar (7), encima del cual y estratégicamente colocados cerca del techo había unos palos largos que servían de dormitorio a las gallinas. Todavía las recuerdo subidas en aquellos palos, a la pata coja, que es como suelen dormir las ellas. Alrededor de ese muladar y colgados en la pared, en cajas rellenas de paja, se colocaban los nidales en donde las gallinas depositabas los huevos a diario. Llevábamos una contabilidad estricta, de tal forma que teníamos localizadas hasta las gallinas que ponían dos huevos en un solo día, cosa rarísima pero que ocurrió algunas veces. En alguna ocasión comprobamos que una gallina estuvo poniendo un huevo cada día, sin fallar, durante 22 días. Cabras, teníamos tres, no siempre pero generalmente había tres, que con la leche y los cabritos que parían nos daban muchas alegrías al paladar y llenábamos bien la andorga. Allí en la cuadra estaban las zahúrdas, como ya he reseñado, que mi padre, mi hermano  y yo hemos limpiado muchas veces, no sin cierto asco al olor de los cerdos, pero había que hacerlo.
 
        Tanto mi hermano como yo éramos entonces expertos en ordeñar las cabras, y nos divertía a nosotros y a todos los demás de la familia (esos eran los entretenimientos del pueblo) ver cuántos huevos ponían las gallinas. Mi padre me enseño que los huevos serían más sabrosos si las gallinas, además del grano comían hierba. Por esa razón, tanto mi hermano como yo, adquirimos la obligación de traerles ese alimento complementario, cuando lo había en el campo. Tal era el gusto que tenían aquellos animalitos por la  hierba, que todos los días nos esperaban, y salían corriendo a nuestro encuentro cuando, llegábamos después de comer (dos de la tarde)  con aquellas reservas de hierba, que materialmente nos quitaban de las manos, mientras las íbamos depositando en los comederos que, para ellas, teníamos en la cuadra. Nunca he comido huevos más sabrosos, esa es la verdad. Los cerdos (a iniciativa de mi padre) eran paseados todos los días y nuestra obligación consistía en sacarlos y darles un buen trote  por las eras, que había detrás de la iglesia.
 
         De ese modo los huevos, el jamón, la leche, las morcillas, chorizos, salchichones, cabritos y, en ocasiones, el cochinillo, los gallos capones, que mi padre sabía castrar y algún que otro cordero cebado con mielgas eran un alimento seguro para casi todo el año, que no era poco. No todos podían en aquellos años disfrutar de esos manjares.
 
         Había además en la cuadra, enfrente de la puerta de entrada, otra escalera (4)  de subida a la segunda planta, pero estaba cortada, es decir solo llegaba hasta el techo. Eso se explica porque era la escalera que daba acceso a una de las dos casas que  se juntaron en una sola. Sobraba una escalera y se cortó. Esa escalera vacía la aprovechábamos para llenarla de leña, traída de los tocones de los robles, de los rebollos y de alguna que otra carrasca  que  siempre existían en aquellos bosques que empezaban en el kilómetro 11, cerca del puente de las Murmuraciones,  y acababan en el kilómetro 9 de la carretera de El Pobo, ya en la subida  al encinar. Había muchos troncos secos y hundidos en el suelo, que arrancados con paciencia daban un servicio estupendo en los días fríos del largo invierno, que eran duros. Esta recogida de leña adicional (el grueso de la leña que consumíamos era la correspondiente al trozo de bosque que como lote, nos caía en suerte anualmente, entre todos los que se repartían para los vecinos de Campillo) la hacíamos en la bicicleta, después de las horas de estudio, dando un paseíto. Poco a poco, viaje tras viaje, cargados con aquel preciado material, el hueco de la escalera quedaba casi lleno, o lleno del todo, de buenos troncos que aseguraban un cálido fuego para el invierno. Ya podía nevar todo lo que quisiera.
 
          En esa cuadra, con el tiempo, cuando ya nosotros ya no estábamos, guardaron al toro, al toro de esa vacada que también he comentado en otro articulillo, siempre teniendo como vaquero al tio Cirilo. Alguien me lo dijo y ya no se me olvidará jamás.
 
        
 
     Así era  la casa del maestro, ahora reformada  y reconvertida en centro de salud. El dibujo hecho a mano en el ordenador quiere reproducir sus plantas y estancias, pero no sé si lo he logrado. Al menos puede aclarar algo. La casa donde nací la dejo para otra ocasión.
 
 
       Cuando he visto esa casa, mi casa, en algunas visitas, que hice ya hace años al pueblo, y antes de tirarla para hacer el centro de salud, no me atreví ni a entrar porque creo que estaba ya en estado de ruina. Me pudo la emoción. Tampoco he visitado el centro de salud y lo haré cuando vuelva al pueblo. Todo serán recuerdos, y nada reconocible.
 
 
           Un campillano de corazón y de nacimiento. Jesús Delgado.
Julián Canano
 
 
Un personaje emprendedor, tenía el estanco y el bar en su casa, situada en la calle que va de la plaza a la plazuela y que ya no me acuerdo como se llama. El día de la fiesta mayor, entonces el 8 de septiembre, montaba el chiringuito que daba ambiente a la fiesta, justo al lado del puente, debajo de la olma ya desaparecida.
 
El chiringuito lo construía con cañizos, creo  que tres o cuatro por lado o quizá alguno más, atados con cuerdas,  techado con cañizos también. Todo eran cañizos. Lo montaba el día anterior a la fiesta, es decir el día 7 de septiembre.
 
Dentro ponía unas cuantas mesas para situar las bebidas, y el día de la fiesta, de la fiestecilla y de los toros, servía cervezas, no sé si algún refresco, pero fundamentalmente cervezas. Recuerdo un año que los mozos no mucho más jóvenes que él, le tiraron el chiringuito y como yo era pequeño pues no supe de más consecuencias de aquel suceso. Pero se me quedó grabado en la mente para siempre. Me imagino que el hombre lo volvería a arreglar y santaspascuas. La broma creo no le hiciera gracia pero en los pueblos, ya se sabe, gastan estas pesadas bromas muchas veces, pero como todo el mundo se conoce, no pasa a mayores. Como era emprendedor, también compró un coche, un Citroën pato, que eran de los que por aquel entonces circulaban en Madrid como taxis. Yo sí recuerdo como en los inviernos, en la plazuela, algo más arriba de donde él vivía y tenía su bar, ponía el coche y debajo un buen brasero para calentar el aceite del cárter, helado  por las bajísimas temperaturas de la noche.
 
Había que arrancarlo con manivela, era una labor ingrata, te dejabas los riñones y no siempre daba los resultados esperados. No recuerdo muy bien si alguna vez hubo que apagar algún pequeño incendio provocado por la fogata que le ponía debajo, pero algo así debió pasar.
Hacía viajes a Molina, no sé con qué frecuencia, pero era el único medio de transporte desde Campillo a Molina, hasta que empezó a pasar por Campillo el autobús que venía desde Monreal,  así que no le faltaba clientela.
 
Mi padre nos contaba  las fatigas que pasaron para volver de Molina. Era noche cerrada. Hay que imaginarse la escena, pues la noche cerrada significaba total oscuridad. Pues bien, volvían de Molina, incluidos mi padre y el tío Martin, quizá alguno más. Pero por esas "cosas del azar", se quedaron sin luces al salir de Cubillejo de la Sierra.  
Julián conducía a oscuras y el tío Martín le alumbraba con una linterna. Situación que en sí misma es ya para desternillarse de risa. Claro en unas curvas, hoy ya desaparecidas, a la salida de Cubillejo pues claro Canano miraba la carretera y el tío Martín dirigía la linterna hacia el lado contrario. Claro al salir de la curva cada uno tiraba por un sitio diferente. Por lo que se ve, había poca compenetración. Canano debía requerirle al tío Martín una mayor atención y que dirigiera la linterna al lugar adecuado, pero eso era misión poco menos que imposible. Me imagino que la llegada al pueblo sería casi un milagro, pero llegaron sanos y salvos. Siempre me he imaginado las fatigas de Julián Canano conduciendo a oscuras y con la sola luz de una linterna de petaca, que daría una luz irrisoria. Después de esas curvas había una bajada hacia un puente que enlaza con el camino de Molina. No sé como conseguirían salir del atolladero. Si se que llegaron muy tarde a Campillo y que mi padre nos contó la hazaña. En esos tiempos ocurrían estas cosas, hoy llamamos a la grúa y amén.
Un campillano de nacimiento y de corazón. Jesús Delgado.
El torozón, el brusco y la tarja.
 
           
 
           Muchas veces he recordado palabras que oí en Campillo en mi infancia. Algunas creía yo que no existían y sin embargo el diccionario me ha confirmado que yo estaba en un error. Una de ellas era la palabra torozón que yo la oí de labios del  tío Antonino, cuando en una ocasión se refería a la dolencia de un macho , no se si era suyo o no , al que según decía  él “le había dado un torozón”. Bueno pues con el tiempo he recordado esta palabra muchas veces en comentarios con amigos  míos , también originarios de pueblos de Castilla o bien pueblos  pequeños. El tío Antonino describía la situación como dolorosa y con convulsiones , el macho daba patadas y se retorcía con mucho dolor . Decían que era debido a que  los animales bebían agua abundante y sin control después de haberse atiborrado de comer grano en la parva, sobre todo matizaban , si era centeno, que decían era bastante más proclive a que les produjera el torozón. Por eso les silbaban mientras bebían agua y de vez en cuando tiraban del ramal para levantar el morro del animal del  pilón del agua. Así bebían con más moderación. Efectivamente el diccionario recoge este término y lo define muy gráficamente y con gran similitud a como él la describía . El diccionario dice : “ torozón: Vet. Movimiento violento y desordenado que hacen las caballerías y otros animales cuando padecen  enteritis con fuertes dolores. Enteritis de estos animales con dolores cólicos.”.
 
           Había un señor , que se llamaba Benito , así a secas , todo el mundo le llamaba Benito. Era pastor , siempre  lo conocí como pastor . Era soltero. Usaba con mucha frecuencia y de él lo recuerdo, la palabra brusco. Él decía esta palabra siempre en el mismo contexto, decía con gran énfasis : “no se ha dejado ni un brusco”. Él la usaba siempre en referencia a la comida de las ovejas . Comían normalmente una hierba , parecida a la alfalfa , sobre todo en invierno cuando escaseaban los pastos, que es  el pipirigallo, que el diccionario define como: “Planta herbácea vivaz, de la familia de las papilionáceas…y fruto seco cubierto de puntitas… “. Pues bien cuando las ovejas comían el pipirigallo el fruto se iba desgranando de la planta y se quedaba en el habitáculo en donde comían , pero las ovejas husmeaban todas las particulas , las puntillitas que se iban quedando y las comían hasta dejar limpio como una patena el receptáculo. Por eso Benito decía que no se habian dejado ni un brusco. Pues bien, Benito usaba con todo rigor la palabra brusco, porque el diccionario de la Real Academia define brusco como : “ brusco: 4.- Lo que se desperdicia en las cosechas por  muy menudo”.
 
           A finales de la primavera o principios del verano se hacía un rebaño comunal de ovejas. Cada ganadero del pueblo contribuía con  varias reses , decían que siempre se deshacían de las peores, pero eso yo no lo he confirmado. Esas reses tenían preferencia para pastar por zonas en donde a las demás les estaba prohibido. No se exactamente  como se reglamentaban los pastos pero se que engordaban mucho  y bien. Pues bien esas reses se sacrificaban durante el verano y la carne se vendía en la carnicería, que  era una casita situada cerca de la fuente nueva, cuyo edifico creo que existe todavía, subiendo a la fuente nueva a la derecha. Allí se mataban las reses y la carne se vendía a todo el pueblo. A cada persona se le anotaba la carne que compraba en la tarja , que era un listón de sección cuadrada , generalmente de pino, más o menos  de unos  30 centímetros de largo. En las aristas se hacían muescas. Si se compraba medio kilo pues se hacía una muesca en un solo sentido  y si era un kilo pues se hacia un diente entero, una hendidura. Al final de la temporada se cobraba lo comprado . A los  propietarios, que habían cedido ovejas para el rebaño,  se les descontaba de su compra la correspondiente cantidad de carne que les correspondería por las ovejas aportadas y el que  no aportaba nada pues pagaba religiosamente toda la carne consumida. Por turnos a cada uno le adjudicaban  la asadura, es decir la cabeza, la tráquea, el pulmón, el corazón el estómago e intestinos, el hígado y la “mielsa”, es decir el bazo, que claro si no se adjudicaba obligatoriamente pues nadie quería. Toda la asadura se cobraba como un kilo de carne o algo parecido. Creo que ahora no serviría de mucho la tarja pero entonces era la moneda de cambio. También el diccionario recoge con toda precisión el nombre y  uso de este utensilio, pues lo define con toda exactitud, en sus acepciones 5  y 6  : “ tarja : 5. muesca, señal en forma de hendidura. 6. caña o palo sencillo en que por medio de  muescas se va marcando el  importe de las ventas.
 
           Los pueblos siguen encerrando una gran sabiduría. El problema es que se puede ir perdiendo , porque la “modernidad no la cultiva. Seguramente hay muchos que saben más que yo de todas estas cosas  y podrían colaborar con su ciencia a que esa sabiduría popular siga estando vigente. Un campillano de  nacimiento y de corazón. Jesús Delgado Calvo.
Las tres fraguas
 
          A mí siempre me han gustado mucho las actividades de tipo manual. Desde pequeño he sentido una especial atracción por todas esas profesiones en donde es necesaria la meticulosidad y la paciencia que requieren las actividades manuales. Por eso cuando yo era un chaval, es decir allá por los años en que yo tenía unos 8, 9 ó 10 años , sentía ya ese interés  de acercarme a la fragua en donde me entretenía mucho ver como los herreros iban desarrollando sus habilidades. Me acuerdo perfectamente, por ejemplo,  como Elías hacia los agujeros a las herraduras, tres a cada lado de la misma, éstas calentadas al rojo, con un artilugio que era como un martillo pero que por una parte tenía un saliente en forma de prisma cuadrangular, terminado en punta y por la otra recibía los martillazos precisos para hundir esa punta en la herradura al rojo. Quedaba así en la herradura un agujero en forma de prisma en donde se alojaba perfectamente el clavo que luego sujetaría las herraduras al callo del animal. Era un proceso muy entretenido.
 
           Elías en un correo que escribía en internet me recordaba que más tarde además le pedía algún cigarrillo, y eso también lo recuerdo muy bien. Esta afición que para mí era algo divertido, supongo que para ellos suponía el sustento de sus familias, no era precisamente una afición.
 
           En Campillo en aquella época había tres fraguas, y supongo que todas tenían carga de trabajo suficiente, como ahora se dice.  
 
           De las tres fraguas, la que recuerdo menos era la que estaba situada al lado de  lo que se llamaba entonces el cobertizo (no sé si ahora sigue llamándose así) , que era el lugar en donde “acampaban” los gitanos y los estañadores. He visto que ahora está totalmente reconstruido. El cobertizo se distingue muy bien en la foto panorámica que en internet hay de nuestro pueblo.  Esta fragua por lo tanto estaba al lado de la fuente de abajo y cerca de la charca en donde las mujeres aclaraban la ropa. Al herrero o los dos herreros de esa fragua lo recuerdo borrosamente. Creo que no era nativos  de Campillo si no afincados en el pueblo por razones que no conozco. Quizá había un señor más joven y otro mayor, pero no lo recuerdo con precisión. Mi recuerdo del  más joven es como una persona bastante bien parecida, con cierta elegancia, y me acuerdo de él siempre con la lima en la mano, limando cosas en el banco. Pero  no recuerdo su nombre, ni donde vivía, seguramente en la cuesta por donde entonces se salía hacia la Yunta, pero no lo sé como exactitud. Tengo la impresión de que tenía hijos de una edad similar a la nuestra, pero nada más.
 
           Otra de las fraguas estaba en la Umbría, casi enfrente de la fuente nueva. Allí trabajaba la familia Lidón. Creo que provenían de Bello, pueblo cercano a Campillo pero ya de la  provincia de Teruel. Del padre me acuerdo poco, pero si se que eran bastantes hermanos, que trabajaron al principio en esa fragua hasta que fueron poco a poco trasladándose sobre todo a Zaragoza. El mayor de los hijos  se que se llamaba Ignacio, estando yo todavía en Campillo  , se marchó a trabajar fuera y tengo en mi memoria la imagen  de verlo volver por Campillo con su camión, no de su propiedad pero si como asalariado, justamente esa imagen lo sitúa bajando desde el puente al lavadero( ahora reconvertido en bar ) ,  entre el frontón y el arroyo (donde se tiraba a la barra) , dando un frenazo en seco que  a mí me impresionó. Cosas y sensaciones de niño. De esa fragua tampoco tengo muchos recuerdos, pero hay una anécdota que si  se me quedó grabada en mi mente de chaval porque fue noticia en todo el pueblo, escaso como siempre de cosas noticiables. El suceso se comentó con mucho asombro. Parece ser que una mañana cuando fueron a abrir la fragua, al encender el fuego de la fragua ( no creo que fuese la luz eléctrica pues durante el día no había ) se produjo una explosión de acetileno que como es natural salía de la soldadora autógena que tenían para soldar. Los comentarios que yo recuerdo y captados por la mente de un niño, era que a uno de los hermanos se le habían quemado tanto la cara como las manos. Yo nunca vi los efectos, pero si recuerdo los hechos comentados por los vecinos. Tampoco tengo muchos recuerdos de su actividad dentro de la instalación.  También me acuerdo donde vivía la familia pues creo que tenía hijos de mi edad más o menos y en el pueblo éramos todos amigos. Pues vivían en la misma casa en donde yo nací, justo enfrente de donde vivía el tio Martín, en aquel callejoncillo que hay yendo hacia la tercera fragua, por la calle mayor, la de los hermanos Elías y Eusebio.
 
           La tercera fragua era propiedad de Elías y de su hermano Eusebio. Según noticias que me han llegado, seguramente me lo contó mi padre, el civil de la veleta de la torre de la Iglesia fue hecho por el padre de ambos: José María. No sé si será cierto  o no. La fragua de Elías y Eusebio  era un centro de reunión por las tardes, mejor por las noches antes de cenar, pues a diario iban allí todos los mozos del pueblo para afilar y empalmar los barrones (palabra que no trae el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española) que llevaban los arados romanos, que labraban las tierras. Si viene en el diccionario la palabra “orejera” con el significado: “cada una de las dos piezas o palos que el arado común lleva introducidos oblicuamente a uno y otro lado del dental y que sirven para ensanchar el surco”. Esas orejeras las hacían los mismos mozos con sus correspondientes azuelas. Pero los barrones debían ser empalmados en la fragua de Elías. Eran tiempos de escasez y recuerdo con claridad cómo se empalmaban los trozos que iban quedando de los barrones, que gastados en la labranza se aprovechaban uniéndolos. Los barrones iniciales y nuevos tendrían una longitud de algo más de un metro, pero el desgaste los dejaba reducidos a unos veinte o veinticinco centímetros. No se tiraban, Elías y su hermano Eusebio los unían, los soldaban. Calentaban esos trozos ya gastados en el fuego de carbón, hasta ponerlos al rojo por los extremos que iban a soldar y hacían en ambos extremos a golpe de martillo una especie de biseles, que serían las superficies de soldadura y al rojo vivo, mejor casi al rojo blanco, ponían en esa superficie una lámina, o  capa de fundente, por lo general resina o bórax. Esto lo he aprendido después, pues entonces aquella soldadura tenía para mí propiedades mágicas. Esta limpieza química ayuda a que las piezas se unan con más fuerza, ya que elimina el óxido de los metales. A continuación se calientan de nuevo las superficies ya pegadas en el fuego, se sacaban del fuego y a golpe de martillo, se les daba la forma de prisma cuadrangular que tenía el barrón primitivo. Así se unían todos los trozos que habían quedado y se formaba un nuevo barrón, tan largo como los primeros. No había más remedio que reutilizar los trozos que quedaban, la escasez lo hacía necesario.
 
           La concurrencia a las horas tardías de la tarde en la fragua de Elías era muy grande y yo presenciaba estas faenas con mucho interés, viendo la maestría con que, unas veces Elías otras Eusebio, dirigían la operación de  soldado y afilado de los trozos de los barrones ya gastados. El repiqueteo alternativo del martillo pequeño de Elías y el mazo o mallo que usaban los propietarios (colaborando en la operación) de los barrones era muy rítmico y además de dar en el barrón los golpes certeros, Elías alternaba esos golpes en el barrón con golpes (falsos golpes) que daba a la derecha del yunque. Los últimos retoques siempre correspondía al director Elías y el barrón quedaba listo para meterlo a enfriar en el depósito de agua que siempre estaba dispuesta cerca del fogón, y que seguramente daba una mayor dureza al metal.
 
           Otra de las actividades frecuentes era el herrado de las caballerías. Había muchas, bueno todo el mundo tenía dos o tres. No había tractores y las labores del campo se hacían con caballerías y con el arado romano. Los tractores llegaron ya por los años cincuenta y tantos del siglo XX. Herrar una caballería era una tarea a veces arriesgada, porque había caballerías mansas, pero otras eran verdaderamente ariscas y daban coces a troche y moche. Había que andar con cuidado. Les ponían en estos casos una mordaza, bocado o freno, consistente en dos palos redondos atados por un extremo y se les colocaba en el labio superior y allí se ataba con fuerza el otro extremo, apretando el labio del animal con fuerza. Me imagino que les dolería de lo lindo. Creo que era un instrumento de tortura y disuasión pues así con ese dolor suplementario no les daba tiempo a fijarse en la faena del herrado. De todas formas las coces que soltaban los animales, sobre todo cuando herraban las patas, había que tomarlas con mucho cuidado. Elías o Eusebio estaban siempre prevenidos y daban marcha atrás con rapidez, porque además de saberse conocedores del riesgo, también conocían a cada uno de los animales que acudían a calzarse las herraduras. Una vez colocada y clavada la herradura, remachando los clavos adecuadamente, se procedía a la faena final del limado de lo que de ella sobresalía con una lima adecuada, con lo que la herradura quedaba perfectamente adaptada al callo del mulo. Siempre me causaron mucha curiosidad los clavos, de cabeza voluminosa y forma de tronco de pirámide, con que clavaban las herraduras en los cascos preparados de las caballerías. Ya lo he comentado al principio. Ellos mismos fabricaban las herraduras, con sus agujeros correspondientes, que hacían todavía con el  hierro al rojo, y que luego en el momento preciso del herraje adaptaban al callo del animal. La preparación del callo, primero con una tenaza y después con una especie de gubia con hoja de gran anchura, para que asentara bien la herradura era el paso previo y muy importante, algunas veces la gubia con que cortaban el callo del animal tocaba zonas sensibles y los respingos de la caballería eran para ponerse a salvo. Más de una vez, para mí es un vívido recuerdo, se encontraban  en los caminos trozos de aquellas herraduras ya gastadas y que se habían desprendido con el uso, de las manos y  patas de las caballerías. Hoy en día a los niños de los colegios se les lleva a caballerizas de la policía  o guardia civil (yo he estado con mis alumnos en la policía de la Casa de Campo de Madrid), para presenciar esta tarea del herraje de las caballerías, como algo curioso, cuando nosotros lo veíamos a diario sin necesidad de actividades extraescolares.  
 
           Todo era manual, me encantaba como Elías manejaba la lima e iba dando forma a las piezas que necesitaba para arreglar todos los aperos de labranza estropeados e incluso piezas de las máquinas segadoras, que ya funcionaban en aquellos tiempos, como algo moderno y de última generación.
 
           La máquina más moderna que yo recuerdo, comprada  para la fragua, fue una máquina taladradora, para hacer agujeros en el hierro, una vertical que tenía una palanca que apretaba la barrena y ya no había que hacer el agujero sujetando la máquina con las manos y apretando con el cuerpo aquel mecanismo. La aceitera con que Eusebio engrasaba la zona donde se hacia el agujero para que no se calentase demasiado era también una obra de arte.
 
           A mí que me gustaba mucho hacer “carricoches” (el diccionario lo traduce como coche viejo y de mala figura), me era de gran utilidad esa máquina. El carricoche constaba de un cajón vulgar y corriente, generalmente de los que se desechaban de la fruta, que llevaba clavados por detrás (tarea que hacía yo con sumo cuidado) con muy poca solidez dos palos de escoba, que hacían el papel de ejes y en esos ejes se colocaban unas ruedas. Esas ruedas, Eusebio me las cortaba, de los troncos bien redondos de los robles que yo seleccionaba de la leña que todos los años nos correspondía en suerte como combustible para el fuego familiar. A esas rodajas bien redondas se les hacia un agujero en el  centro de un diámetro parecido al palo de una escoba, con una lezna inmensa. Después cuando trajo aquella máquina hacia con ella esos agujeros. Eran unas ruedas magníficas que duraban poco, pues se rompían con facilidad. No sólo se rompían las ruedas sino que el eje en el que se acoplaban se rompía aún más fácilmente. Pero eran diversiones muy fructíferas pues agudizabas el ingenio de una forma especial. Yo le agradecía a Eusebio, en este caso era él, la amabilidad que tenía de fomentar en mí esa grandísima ilusión. Siempre lo recordare adivinando mis intenciones, cuando me veía con el leño en brazos, para hacer las ruedas. El ruido de semejante carricoche al rodar esas ruedas era quejumbroso de verdad, pero a mí me sonaba a gloria.  Tener “coche propio” era una verdadera ilusión, y de un entretenimiento especial.
 
           Esos eran nuestros juegos, invenciones propias, en donde la imaginación, loca imaginación, se ponía en marcha hasta que dábamos con la creación adecuada. Aquel aparato, digno de risa ahora cuando lo recuerdo, era para nosotros, los chavales, un verdadero juguete, lleno de magia y surtía en nuestra mente de niños el efecto del mejor juguete del mundo. Creíamos que aquello nunca podría romperse, y en realidad eso sólo era algo que estaba en nuestra imaginación y en nuestro deseo.  Un campillano de nacimiento y de corazón. Jesús Delgado.
Los dos almacenes, el de arriba y el de abajo

 
 
Cuando he ido , mejor he vuelto a Campillo, mi pueblo , después de muchos años , he tenido que rebobinar muchas cosas. Desde mis 16 años , en que  salí definitivamente de allí ha cambiado tanto todo que ya tengo que hacer verdaderos esfuerzos por identificar lugares y personas. Hoy quiero hablar de los dos almacenes , el de arriba y el de abajo. Primero diré lo importante y eso exige mencionar a quienes los regentaban , es decir despachaban todo cuanto allí se compraba. El almacén de arriba , estaba situado en la actual calle de la  Amargura , que entonces llamábamos  ,  creo  yo , la calle de atrás. No estoy muy seguro . Si se que estaba, enfrente de la casa del  “tío Silvestre “ , más o menos. Allí despachaba el “tío Asterio”, hombre con un gran sentido del humor, siempre lo recuerdo con aquel gracejo que tenia sobre todas las situaciones. Nunca lo veías enfadado  y siempre sacaba astillas de  cualquier situación. Era un hombre de  un carácter envidiable. Creo que hubo alguno más que despachó en ese almacén , pero no estoy muy seguro de ello. El almacén de  abajo estaba situado en la misma plaza principal , subiendo hacia la  plazuela  a la izquierda , después  de  la casa en donde viví. Pues allí vendía sus ultramarinos el tío Rivera, así le llamábamos o se le llamaba, Jesús Rivera para más señas.
 
           Recuerdo la forma de  hacer la cuenta para  pagar , en un papel de estraza , con lápiz y con unos números  grandotes y siempre escribiendo sin seguir ningún orden ni concierto. El papel se rompía con rapidez, con un golpe rápido de la mano,  cogiendo el trozo que contenía la cuenta a pagar , se incorporaba al envoltorio que cubría la  compra  y servía de comprobante de lo que se había pagado y de  lo que se había comprado.
 
           Hay cosas que se mantienen para siempre  en la memoria. Por ejemplo el barril de aceitunas , tan clásico y del que recibíamos de vez en cuando un buen baño de  agua salada , como premio por asomarnos  a la ventana para husmear , con la curiosidad de  los  niños , qué se cocía dentro. Alfonso se  encargaba de coger con un cazo un poco de agua del barril y lanzarla hacia la ventana , como castigo a nuestra curiosidad. Siempre acompañaba a esta acción una sonrisa especialmente irónica y que los  chavales interpretábamos  como una pequeña venganza. Se vendía de  todo , unas buenas aceitunas, sobre todo negras, las verdes eran más apreciadas, abadejo, alpargatas de esparto, las célebres abarcas o albarcas , que tantas rozaduras nos hicieron, lápices  y gomas , claro , un buen escabeche que a mi me gustaba especialmente , tocino añejo o rancio, todo lo que se podía usar como material de papelería, y unas buenas galletas  que en aquella  época y si había suerte venían premiadas con una peseta , colocada justo en el orificio de las rosquillas que traía. Claro que si tenia ese premio , enseguida se compraba otro paquetito y se repetía la jugada , a mi me  toco varias veces y claro comíamos “hasta hartarnos”. Pero recuerdo especialmente las sardinas arenques
 
( todavía existen y tienen mucha aceptación). A mi me gustaban mucho y me hice un técnico en el arte de limpiarlas  sin perder ni un brusco, porque había que rentabilizar la inversión. Y en la época de las matanzas se vendían tripas para embutir chorizos y morcillas , porque claro con la tripa de cerdo no había suficiente  para tanto embutido. El almacén era un saco sin fondo , había de todo , porque además  no había otro sitio donde poderlo adquirir.
 
           Recuerdo que todo se compraba previamente en Monreal del Campo. El que traía todo era Julián , de la Yunta. Tenía  un camioncillo para su uso  , porque él en la Yunta tenía otro almacén en el que vendía también todas esas cosas que se venden en las tiendas de ultramarinos. Cuando se acababan las existencias pues  Julián venia con su camión, se  hacia el viaje a Monreal y se volvía con suministros para otra temporada.
 
           Periódicamente se corría por el pueblo la voz de que habían robado en los almacenes ,  bien en el de arriba, bien en el de abajo.  A mi aquello me producía una especial inquietud , y sobre todo suponía para mi un verdadero misterio ,pues me  imaginaba que “alguien “ había llegado a escondidas , a altas horas de la noche  , sin ser visto por nadie y había cargado todo lo que le  apetecía y se lo había llevado . Me lo imaginaba haciendo el viaje de  vuelta en un carro ( vehículo especializado en huidas rápidas y silenciosas sobre todo) y huyendo a toda prisa para no ser descubierto. Pero en verdad , ya más  tarde he pensado, que no debía ser tan rocambolesco como yo me lo planteaba. He fraguado con el tiempo mi propia teoría, pero claro sólo es eso, una teoría.
 
           Creo además , es  una idea que se ha sedimentado en mi memoria , que , como todo ocurre en la vida , cada almacén era un proyecto que representaba a dos grupos sociales diferentes, unos de tendencias mas progres  y otros más conservadores, aunque esto no se si con el tiempo se  ha conservado. No sabría decir ahora mismo cual es cual, y a que dirección apuntaba cada uno.
 
           Ahora ya no existen y se han sustituido por un supermercadillo que tiene el estilo de unos grandes almacenes pero en pequeño. Aquel sabor a antiguo  se perdió para siempre. Los nuevos  tiempos son así , hay renovación,  adelantos,  se progresa y se modernizan las cosas y claro todo tiende a cambiar , como diría el filósofo, “todo cambia, nada permanece”, pero aquel sabor tenia su encanto, tenía su magia. Supongo que el almacén de Julián en la Yunta también habrá desaparecido y  habrá sido sustituido por comercios  más sofisticados.
 
           Todos son recuerdos , pero conviene que estos recuerdos  no se pierdan y al menos  quede constancia escrita por si a alguien le resultan de interés. Con esa intención lo he  escrito y con ese deseo lo he recordado. Un campillano de nacimiento y de corazón. Jesús Delgado Calvo.
Vicente "el sacristán"

 
 
Vicente López López,  vió la luz un 9 de febrero de 1921 y falleció el 29 de septiembre del 2003 a los 82 años.
 
Era el hijo mayor de Antonino  y Dionisia.
 
Hermano de Bene, Alejo  y Marcelino.
 
Marido de Beatriz Martínez, hija de Ruperto e Irene.
 
Vivían -todavía lo hace su esposa-en la Plazuela, en la casa aledaña a la que ocupan en sus días de verano María Luisa y Paco, su marido, amigos míos de la infancia. Una casa con un “gran corral”, según me parecía a mí entonces, delante de la casa. Recuerdo aquella puerta con su cortina de  palitos, ondeando con el aire...
Cuando se casaron Vicente y Beatriz, vivieron un poco más arriba de la fuente nueva, en una casa que linda con la calle que sube hacia la calle de la Amargura, creo que se llama, la calle donde ahora está la casa rural de María. Esta casa tenía un pequeño pasillo desde la calle hasta la entrada de la vivienda.
 
           Me gustaba mucho escuchar a Vicente. Lo recuerdo participando en una conversación, debajo de la olma que había al lado del puente de la iglesia, en donde se reunían a su sombra, gran cantidad de personas en amena conversación, durante los días del verano.
 
Recuerdo incluso la conversación pues hablaban de cine, que yo en aquella época desconocía, pues el cine en Campillo, como en tantos pueblos de España, era asignatura desconocida. No sé el motivo de la conversación, pero él citaba la película del “Ángel Exterminador”. Es una película de Luis Buñuel producida en México, allá por el año 1962, por Gustavo Alatriste y protagonizada por Silvia Pinal (esposa del productor), Enrique Rambal y Claudio Brook. Fue realizada tras el éxito internacional de Viridiana, también producida por Gustavo Alatriste e interpretada por Silvia Pinal. Reseña que yo he sacado de internet y que por lo tanto, nada dice de mi cultura sobre el séptimo arte.
 
           En una de esas conversaciones y en esa olma del puente, se hablaba mucho de Madrid y se intentaba situar las calles con cierta precisión. Vicente conocía bien Madrid, por lo que recuerdo de aquellas conversaciones. Pero participaba en la conversación sin rivalizar demasiado con ninguno de los contertulios. Allí oí por primera vez el concepto de semiesquina, pues se decía con énfasis algo así como: “esa calle hace semiesquina con...” Nunca supe lo que significaba ese concepto de semiesquina. Tampoco yo conocía Madrid y sus calles me sonaban a chino. La verdad es que el diccionario de la Real Academia no contempla semejante vocablo. No sé si está bien expresado o no, para significar que la esquina pertenecía a ambas calles. Pero para mí aquello era incomprensible. En esas conversaciones se pretendía ser un ilustrado en el callejero madrileño, eso era un verdadero título, que daba prestancia y prestigio. Se llevaban la contraria con vehemencia y cada uno pretendía “demostrar que sabía más de Madrid que el otro”.
 
           Vicente era un hombre sencillo pero muy culto. Creo que en sus años jóvenes había estudiado en el seminario, de ahí su cultura y su afición a la música. Era un músico excelente. Yo recuerdo con verdadera satisfacción sus misas al órgano, misas cantadas y acompañadas por ese órgano que todavía subsiste en Campillo. Mis recuerdos de él son varios: sus misas cantadas, su paciencia con los chavales que le daban al fuelle del órgano y su repiqueteo con la campana pequeña para tocar al rosario y al vía crucis, además de llevar en las procesiones aquella inmensa farola que iba delante de todas las demás. El monumento de Jueves Santo y Viernes Santo era otra de sus misiones.
Las misas cantadas eras épicas. Yo siempre recuerdo a Vicente dirigiendo a los seminaristas que en época de vacaciones le acompañaban rodeándole en aquel teclado del órgano, y cantando a coro esos cánticos litúrgicos que a mí me sonaban muy bien. Eran esas misas de aquellos días tan sonados (Misa de Angelis), cantada el día del Corpus Christi, el día de la Asunción de la Virgen o el día 8 de septiembre, día de la Virgen de la Antigua, ahora trasladado al día 24 de agosto. El Kyrie Eleison, Christe Eleison…, el Gloria, El Credo in unum Deum, El Sanctus, El Pater Noster , El Agnus Dei qui tollis peccata mundi…de ese canto gregoriano resuenan todavía en mi oído y me saben a eso mismo, a gloria.  
Las misas daban una solemnidad especial a aquellos días, y los chavales escuchábamos cuando éramos pequeños,  con verdadera devoción, en aquellos bancos especiales y pequeños que ocupábamos, delante, en la nave transversal de la iglesia y a la izquierda de la misma, pues a la derecha se ponían las mozas, y después ya más mayores, cuando podíamos subir al coro, desde la barandilla del mismo mirando hacia el altar mayor. Eso ya era un privilegio.
No soy entendido en liturgia pero si algo me quedó de aquellas vivencias de entonces, es el valor formativo que siempre he dado a estos actos, aquella liturgia completada con ternos que los sacerdotes vestían en días de solemnes y que Vicente preparaba de antemano. Ponía encima de aquellos inmensos muebles (de inmensos cajones) de la sacristía donde se guardaban bien colocados,  sabiendo el color que correspondía a las distintas etapas religiosas del año (verde, blanco, rojo, morado, negro) y a los días festivos respectivos y de difuntos.
Yo lo observé como monaguillo en muchas ocasiones y me fijaba en la destreza con que colocaba aquellos ornamentos siguiendo un orden preestablecido: el manípulo que luego pendía del brazo izquierdo, el alba, el cíngulo, la estola, la casulla, etc.
Colocado encima de aquellos muebles de madera, bien ordenados y dispuestos para que los sacerdotes se vistieran con aquel solemne ritual, para la celebración de la misa… “Hoy hay misa de tres” solía decirme.
Efectivamente tres sacerdotes celebraban aquellas misas tan solemnes.
En Campillo siempre había sacerdotes en abundancia, es el pueblo de los curas, según reza en el refranero popular. Eran unas misas verdaderamente especiales y preciosas.
El Kyrie y el Gloria, eran especialmente emocionantes y aunque las misas se alargaban mucho más que las misas rezadas, de verdad que daba gusto oir aquellos cánticos tan bonitos. Como detalle que a mí me chocaba mucho durante la Consagración, era observar cómo el órgano disminuía su sonoridad y se tornaba mucho más silencioso y armonioso, como queriendo acompañar ese momento supremo de la misa y a la vez dar realce al mismo. De pequeño no te das cuenta de lo que ves y oyes, pero cuando eres mayor valoras de verdad todos aquellos momentos, como épocas muy formativas y que dejan una impronta especial para el resto de la vida.
A este respecto recuerdo como muy aleccionadores los comentarios de mi padre, que siempre alababa las virtudes de Vicente como pianista. Verdaderamente lo hacía como nadie.
A mí me causaba una especial emoción la puesta del túmulo que siempre como sacristán colocaba él. Tenía unas dimensiones bastante grandes. Aquel armazón de madera, vestida de paños fúnebres de un color morado y obscuro, que se erigía para la celebración de las honras de los difuntos, lo colocaba él en el centro de la confluencia de la naves de la iglesia, en medio de aquellos bancos que entonces había en donde se sentaban en días solemnes de Semana Santa los concejales y el alcalde.
Colocaba la estructura de madera, fría y sin vida y lanzaba encima de ella con acierto y con decisión aquella tela morada con una cruz  dorada en el centro, que hacía que aquel armazón cobrase vida, se había transformado en algo con sentido profundo y vivo. El ambiente se había transformado. En esos mismos bancos las niñas y los niños recitábamos , uno enfrente del otro los capítulos del catecismo del Padre Ripalda, creo que en los días de la Cuaresma. Costumbres perdidas para siempre.
 
           Los  cantos religiosos de la Semana Santa yo los recuerdo con claridad.  Los días anteriores a Jueves Santo se cantaban, creo  yo, las completas, que me causaban una gran impresión, y de las que todavía me acuerdo, y Vicente con el órgano entonaba aquellos cantos religiosos, por entonces siempre en latín, que para mí eran muy profundos y algo “sobrecogedores”.
 
Daban un sentido muy trascendente a aquellos momentos. El órgano no volvía a tocarse desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección.
 
           Su paciencia con los chavales me gustaba mucho. Me daba una gran confianza y además de eso me daba responsabilidad. De todos es sabido que el órgano funcionaba con el aire de un fuelle anejo al habitáculo del teclado. Ahora me imagino que todo será eléctrico, entonces era mucho más rudimentario Ese fuelle lo manejábamos los chavales,  moviendo a izquierda y derecha un travesaño enorme de madera unido al fuelle, que hacía que el fuelle tomase aire. Ya se sabe de la energía  y agresividad, a la vez que inconsciencia de los chavales. Dábamos con tanta energía, que nos pasábamos de la raya y golpeábamos con el travesaño el tabique que había a la izquierda, que limitaba con el coro y la pared de la derecha. El estruendo era monumental, de tal forma que se oía desde abajo, desde la nave de la iglesia, en los bancos donde se sentaban los asistentes a los actos religiosos. Vicente  nunca decía nada, sólo cuando el porrazo era mayúsculo, y mientras tocaba el órgano con la mano derecha, con la mano izquierda nos hacía un gesto de mesura, moviendo la mano izquierda de arriba-abajo con lentitud  y sonreía a la vez, pero nunca vi en él ningún gesto de mal humor ni de recriminación. Los chavales sabíamos que nos entendía muy bien y que comprendía eso, que éramos chavales y eso me quedó grabado para siempre. Su cara de buen humor y de comprensión a la vez que de invitación a la cordura y al silencio que requería la situación era muy aleccionadora. Los porrazos a veces eran descomunales, al menos resonaban así en aquel recinto tan diminuto en donde estaba el fuelle, aquel inmenso fuelle, sólo comparable al que había en la fragua de Elías y Eusebio.
 
           Las campanas se bandeaban (palabra que no existe en el diccionario con ese significado, sólo dice cambiarse de bando) desde arriba, desde aquella plataforma (por cierto con algunos agujeros en el suelo que había que sortear con habilidad) que hay al lado de las mismas subiendo en la torre. Vicente no tenía necesidad de subir para repiquetear la campana pequeña, que es la que se usaba para llamar a los fieles a los distintos actos religiosos.
 
Desde abajo, prácticamente casi en la zona de entrada a la subida al coro, y tirando de una cuerda que estaba unida a cada campana, combinaba muy bien el repiqueteo de la campana pequeña, creo yo que con la campana grande, la campana que llamábamos gorda. Era verdaderamente rítmico y nunca se equivocaba. Nosotros nos habíamos ya acostumbrado pero su habilidad siempre me sorprendió. Él era además el encargado de  poner el reloj en funcionamiento después de los diferentes bandeos en los que se desconectaba, ese reloj que todavía subsiste y que día y noche daba y da todavía las horas y las medias horas.
 
           Su paciencia proverbial también se manifestaba en otra ocasión de gran complejidad y que necesitaba de una dirección sabia. Me refiero a la distribución de todas las farolas que entonces había en el baptisterio y que en días como las procesiones nocturnas, con motivo de la Semana Santa creo yo recordar, sacábamos los chavales.  Había tantas farolas como cuentas tiene el rosario , es decir 50 farolas más las de los misterios , que son 5 más , que eran más grandes, más otras tres , que son las que hay antes de las letanías y después la cruz final , que era la farola que llevaba Vicente , delante de toda la chiquillería, que era una farola mucho más grande y que Vicente la llevaba siempre con la ayuda de una  correa en bandolera, que se rodeaba desde el hombro hasta la cintura , en donde se apoyaba mediante una especie de anilla metálica, porque pesaba bastante. Pues bien, Vicente vigilaba todo aquel despliegue de luminarias, de las casi 60 farolas y daba solemnidad a aquel acto tan brillante. Más de una vez tenía que retrasarse para poner orden entre los portadores de las farolas, pues las prisas propias de los jovenzuelos, y a veces la rivalidad entre ellos, hacía que se rompiese alguna de aquellas farolas, debido a los golpes inoportunos derivados de la irresponsabilidad de sus acarreadores. Siempre lo hacía con afecto y con amabilidad. Cuando terminábamos la procesión había que recoger todas las farolas en el baptisterio y él acababa cerrando la puerta.
 
           Momento de especial solemnidad, al menos para mí, era la puesta del monumento delante del altar mayor y en Semana Santa. Todo lo hacía Vicente. Sabía con certeza el lugar de cada pieza y una vez acabado daba un aspecto totalmente nuevo a la iglesia. Lo recuerdo atando las piezas más voluminosas para irlas subiendo, creo yo que con dos garruchas que había colocadas en algún sitio por las paredes laterales de la iglesia, a ambos lados de la cancela que cierra el recinto del altar mayor. Las colocaba y sujetaba unas a otras e iba montando con mucho orden y tranquilidad aquel monumento que tenía sus puertas de acceso, una vez terminado, tanto al altar mayor, como a la sacristía que quedaba naturalmente por detrás del monumento. Eran días de mucho jolgorio y entretenimiento para los chavales y siempre disfrutábamos de la amabilidad de Vicente, que de vez en cuando nos daba algún encargo para que lo ejecutáramos.
 
           Vicente era el alma de aquella actividad eclesial, era experto y paciente, artista, buen músico y que sabía dar a los actos religiosos una profundidad y una viveza que me imagino se perdió cuando él murió, no hace tantos años. Yo lo recuerdo con especial cariño, como un hombre bueno y culto, paciente y de buen talante, y muy comprensivo con todos, pero sobre todo como una persona llena de cualidades y que sabía crear a su alrededor ambiente de familiaridad y de amistad. Yo lo comenté esto mismo cuando murió con alguno de los campillanos, diciendo que sin Vicente todo sería distinto. No he vivido aquellos momentos pero pienso de corazón que habrá sido echado en falta de  una forma bien notoria.
 
           Tenía muchas ganas de escribir en su memoria, lo había ido dejando, pero sabía que le debía este tributo, pues dejó una impronta en Campillo como pocos lo han hecho, y en mí un recuerdo grato e imborrable. Vaya pues en su memoria este pequeño homenaje.
 
Un campillano de nacimiento y de corazón. Jesús Delgado Calvo.
Ángel "el capador"

 
 
He decidido escribir estas líneas sobre Angel , el capador en su tiempo , en Campillo, no se si en algún otro pueblo de  los alrededores, debido a un viaje que hice el día 28 de julio a Durón, pueblo de la Alcarria.  Puede que Angel practicase su oficio por otros pueblos pues yo guardo entre mis recuerdos la idea de que era bastante viajero, iba y venía , y eso puede justificar el hecho de que no capase cerdos sólo en Campillo, sino también en los pueblos de los alrededores. Pero no lo podría asegurar. Me explicaré:
 
           Mi abuelo paterno, Justo Delgado, era natural de Mantiel, pueblo Alcarreño , la familia de mi padre es oriunda de esa zona de la Alcarria de Guadalajara. Zona visitada por Cela allá por los años cuarenta para escribir su famoso Viaje a la  Alcarria. Estoy haciendo el árbol geneálogico de la familia y por razones obvias he tenido que remontarme a esos tiempos y a estos lugares alcarreños . Pues bien, hablando con estos parientes lejanos a los que fuí a visitar a Durón, con motivo del árbol genealógico, uno de ellos José Luis Delgado, resultó que conocía a Angel Casado ( que yo sabía casado con una mujer de Hombrados)  , uno de los hijos de Angel “el capaor”, un poco mayor que yo , pero amigo mio de la infancia,  y a su nieto Miguel Angel  creo también , que vive en Hombrados y casado también con una hija de ese pueblo. Al ver en la web de Campillo que Luis , hermano de Angel , hijos ambos de Angel y Benita, digo bien Luis Casado habia muerto en febrero de este año , he pensado en escribir algo sobre su padre y sobre él mismo. Creo recordar que Luis estaba casado con Rosa (en la web leo Rosa García) , hermana de Juan y que vivia al lado de la carniceria en donde se vendía la carne del ganado comunal que se  formaba todos los años en el verano para aprovisionar de carne al vecindario, en mis tiempos de niño.
 
           La página web de Campillo dice que Luis era natural de Orea, pueblo a unos 55 kilómetros de Campillo, casi en el límite con Teruel. Es de esperar que su padre Angel Casado fuese también de Orea. No se si Benita , su mujer , era de Campillo o también era natural de Orea. Tampoco sabemos las razones por las cuales se trasladaron a Campillo lo mismo que otros campillanos que aún viviendo en Campillo , nacieron fuera del pueblo. Luis , leo en la web, y Rosa tuvieron cuatro hijos : Luis, Félix, Miguel Angel y María del Carmen. De Rosa, la mujer de Luis, me acuerdo más , porque en los tiempos en que mis padres eran maestros todavía en Campillo, visitaba muchas veces a mi madre y a mis hermanas, así que recuerdo verla con frecuencia en casa, charlando animadamente con  mi madre , e incluso ir yo a su casa también. Recuerdo el aprecio mutuo que nos profesábamos.  
 
           He intentado localizar a este nieto de Angel el “capaor”, Miguel Angel, en Hombrados , viendo si podría tener algún correo electrónico, pero no lo he conseguido . No obstante si aparece el nieto de Angel bien trajeado y muy repeinado. Si se que está anunciado como un apicultor  de renombre, pero no tiene dirección concreta a la que se le  pueda llamar o escribir. Mi primo José Luis Delgado , si dice haber tenido relación con él , debido a que ambos se dedican a labores de elaboración de la miel y por eso en alguna concentración de aplicultores  se han visto y han compartido información sobre el noble arte de hacer la miel y cultivar abejas. Así que mi primo me habló de este nieto del capaor, de su hijo Angel y aún más , me concreto que el padre de su amigo,  había reconstruido el castillo de Zafra al que visitó en su momento cuando estuvo por esa zona de Hombrados. Sabe que está casado con una de Hombrados, cuyo nombre desconozco, es decir que se han seguido la pista y se conocen.
 
           De el padre de  Angel y Luis yo si tengo dos recuerdos de la infancia. Uno de ellos es mi recuerdo de sus labores en el oficio que ejercia en el pueblo. Recuerdo con nitidez sus “operaciones” , y especialmente una que la hizo en aquella cuadra anexa a la vivienda que tuvimos en Campillo, que ahora es el Consultorio Local del pueblo y luce el pomposo título de “Consultorio local , Castilla La  Mancha”,  y que he recreado en otro artículillo que ya escribí hace algunos años. Pues en aquella cuadra, que después de nuestra marcha de Campillo cobijó muchas veces al toro de la vacada comunal,  capó a uno de  los cerdos que mi padre criaba para mantener a la familia numerosa de todos mis hermnanos. Sacaron al cerdito, jovencito todavía como es preceptivo,  de la zahurda que estaba enfrente entrando, lo tumbaron al pie de una escalera que había al lado de aquella zahurda , enfrente de la entrada y ante los chillidos del cerdo , Angel , hizo la incisión vertical reglamentaria con habilidad y cogiendo con los dedos  la criadilla con total precicisón le fue dando vueltas y más vueltas hasta que se desprendió totalmente, sólo unida por un cordón que tras un corte preciso, la dejó separada del animal. Creo que después dió algun punto en la herida al doliente animalillo o aplicó algún desinfectante y así terminó la faena. Esta “operación” se repetía años tras año. ¿Donde había aprendido el arte de la castración?, es una cuestión que  ha pasado al olvido, de la misma manera que ha desaparecido aquel oficio.  
 
           El otro recuerdo que conservo de Angel , el padre de Luis y Angel , es el de la armónica. Hablo de  algo ocurrido allá por el año 1956 , es decir hace 57 años. Yo entonces tendría unos 13 ó 14 años y tenía una gran ilusión por tener una armónica. Un primo mio de Guadalajara hacía por esas fechas el servicio militar en Melilla probablemente , pero no se con exactitud si era Melilla o Ceuta, si se que era de los que entonces se decía : le ha tocado hacer la mili en Afríca. Pues por los conductos de aquella época,  que yo ahora he olvidado , quedamos mi primo y yo en que  me compraría una armónica en  Melilla y cuando terminase el servicio militar me la traería a Campillo. Tampoco se si vino a España ya terminado el servicio militar o si vino en uno de esos  permisos intermedios, entonces muy raros y escasos. Lo cierto es que desde Campillo yo supe que habia venido ya de Africa y había traído la armónica. Mi padre me dijo que Angel Casado, padre de Luis y Angel,  iria a Guadalajara , por negocios que  a mi de niño no me importaban demasiado y de los que por tanto no me acuerdo . Mi padre pues le encargó que si podía acercarse a casa de mi primo para pedir que le diese la armónica y traermela a Campillo. Así quedaron y así me lo comunicaron . Angel hizo su viaje y me anunciaron que a la vuelta tendría mi armónica. Se que fue hasta Castellar , para coger el autobús correspondiente y dirigirse hacia Guadalajara. Yo esperaba con tanta ilusión, que iba contando no sólo los dias , sino las horas  y hasta los minutos. Los dias que tardó en volver yo no se cuantos fueron, pero si se que un buen día volvió y tuvimos noticia de la armónica. Si que mi primo trajo la armónica de  Africa, pero la “terrible noticia “ es que Angel la había perdido por el camino de vuelta. Así me lo comunicó mi padre, sin más explicaciones. Yo tuve que digerir el resto de las consecuencias de esa noticia. Mi desilusión fue casi infinita, pero nada podía decir ante semejante pérdida. Nunca pues lo he olvidado, como se ve , pero ahora si me parece algo normal, todo se puede perder, incluso una armónica. Entonces maldije una y mil veces mi mala suerte.
 
           La familia de los Casado, Angel y Benita, Luis, Angel … y no se si tenía más hijos, se que vivian en la calle de atrás , en la misma calle en que vivian, el tio German , el tio Cirilo y ellos, que eran los más próximos al transformador de la luz que había justamente al lado de las eras de atrás, al lado del camino llamado de Molina.
 
           También sabía que Angel Casado hijo, el que colaboró en la reconstrucción del castillo,  había muerto hace unos años , cosa que mi primo José Luis no sabía, aunque si había conocido a Angel hijo, en sus viajes a Hombrados para compartir los conocimientos sobre las abejas, con el nieto de Angel el capaor. La cantidad de vueltas que da la vida.
El Horno
Cosas Curiosas
Jesús Delgado


Actualmente he visto, en concreto este verano cuando estuve en Campillo, la casa donde estaba el horno, en estado de ruina, totalmente abandonada. Me apenó verla así, pero hay algunas casas que todavía se conservan en su estado original. Ese horno lo regentó durante muchos años Eustaquio, "el panadero". Incorporó un motor de gasoil, para amasar. Corrían los años 1950 al 1960. Eustaquio se fue a Teruel, más o menos hacia el año 1960, quizá algún año antes, en donde regentó el bar Eguzqui, situado en el paseo del Óvalo, y del horno sólo sé que desapareció. El pan para entonces lo traían desde la Yunta, Damián era el panadero que surtía de pan a Campillo, pero ya no eran panes redondos, como los que se cocían en aquel horno y que llevaban, amasados en casa con harina de trigo puro, las mujeres en tablas al hombro a cocer, eran "vienas" (así las llamaban), las clásicas barras de pan.
Nos gustaban más pero claro era la novedad, no eran sin embargo mejores. De aquellos panes se hacían unas migas especiales, que con morteruelo mezcladas estaban riquísimas, deliciosas. Duraban además bastante tiernos al menos 2 semanas.
No he preguntado de donde se surten ahora de pan.
Un campillano de nacimiento y de corazón. Jesús Delgado.

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